Es probable que las generaciones de americanos que directa o indirectamente  protagonizaron en la década de 1992 el intento de rechazar o de conmemorar el quinto centenario del 12 de octubre de 1492 recuerden conmocionados, escépticos o vagamente interesados, el hecho de que en aquella década del siglo XX nuestro Continente  y  Europa –no así los demás continentes– se debatían en una curiosa pero significativa discusión en torno al contenido y significado de esa conmemoración. Debate que, sin duda, se mantiene al rojo vivo en ciertos sectores de la sociedad. ¿Debe o no festejarse  el arribo absolutamente casual de tres barquitos europeos a un inmenso continente que ‘ellos’ desconocían? ¿Qué acontecimientos de aquella circunstancia merecerían hoy  la atención de la humanidad y por qué? ¿Quiénes deberían festejar? ¿Qué fue realmente aquel desembarco? ¿Descubrimiento, conquista, invasión o qué…?

De hecho, en 1992, la conmemoración occidental fue ignorada por Asia, África y Oceanía y despertó un relativo interés en el ‘viejo’ y  ‘nuevo’ mundo. ‘Nuevo’, por supuesto, según la caracterización que impusieron políticos, historiadores y antropólogos de aquel supuesto ‘viejo’ mundo, en todo caso no más viejo, o quizá más joven, que África y Asia. El hecho es que en la península Ibérica –sobre todo los naturales de Andalucía, plataforma de lanzamiento de la fiebre del ‘descubrimiento’– durante todo el año 1992 celebraron su ‘hazaña’ de quinientos años atrás con rimbombantes artículos y programas televisivos, con una pretenciosa Exposición Internacional en Sevilla, placas y monumentos alusivos, ceremonias religiosas católicas de acción de gracias y ‘fiel’ reconstrucción de las tres famosas carabelas y su botadura en la que, por alguna distracción de los constructores, una de ellas terminó rápidamente en el fondo del mar ante la mirada, entre suspicaz y trágica, de miles de espectadores que se consolaban cuchicheando por lo bajo “¡menos mal que no se hundieron las de Colón, de lo contrario no estaríamos festejando todo el oro, plata, madera, conversiones, especias, mano de obra regalada, esclavos, tierras, materia prima de todo tipo, preciosas obras de arte… que, ‘con nuestro generoso esfuerzo’, logramos salvar del anonimato y salvajismo trayéndolas a nuestra tierra y, de ese modo, cimentar el gran imperio español en ciernes de aquella época,  llegar  a ser lo grande que somos y, de paso, civilizar a los primitivos y salvajes del nuevo mundo!”

Tengo plena conciencia de que frente a la persistente euforia y despliegue europeo respecto de su supuesto ‘descubrimiento’ de nuestro continente no hubo coincidencias en las reacciones de distintos sectores del planeta, ni entonces –siglos XV-XVI– y menos ahora. Por el contrario, fue como el detonante de un disenso que se profundiza día a día entre quienes buscan sacar a luz la realidad de los hechos y aquellos que defienden a ultranza un status quo impostado, es decir ‘mentiroso’, que les permite seguir usufructuando América y ‘festejar’ una especie de titularidad de algo que ellos sienten todavía como propio frente al mundo. ¡La bendita ‘madre’ patria! En todo caso, madre  perversa, dominante,  esclavista,  extractiva y filicida tras la fascinante –para ellos– máscara de civilización y evangelización compulsiva.

En efecto, no pocas voces críticas y ‘aguafiestas’ del triunfalismo europeo –español, inglés, francés, holandés o portugués, poco importa, todos europeos– se hicieron oír a lo largo de 519 años. Durante el sometimiento no sólo los teólogos y filósofos Francisco de Vitoria (1486-1546), Francisco Suárez (1548-1617), Melchor Cano (1509-1560), Luis de León (1527-1591), Bartolomé de Las Casas (1474-1566), Pedro de Aragón, Antonio de Montesinos (+ c. 1526), Juan de Mariana (1536-1624) y Fernando de Santillán (1570) entre otros en la misma Europa– anatematizaron el accionar y la fabulación argumental de los ‘conquistadores’ sino que siempre, también en la actualidad, personas, grupos y científicos neutrales o críticos, distantes o cercanos a los intereses que motorizaron la invasión, censuraron entonces, y desaprueban ahora, los supuestos derechos y pretensiones de España y demás países asociados para el permanente despojo y humillación de la humanidad de la mal llamada América.

Como muestra del disenso baste recordar que en 1982, apenas diez años antes del quinto centenario de la invasión, representantes sudamericanos ante las Naciones Unidas (seguramente ‘despistados’ y obsecuentes) propusieron emitir una resolución por la cual desde ese organismo se honrara oficialmente al explorador, comerciante (fue el primer europeo esclavista y buscador de oro en el continente) y artificialmente místico Cristóbal Colón. El gesto, que pretendió ser simbólico, desató una espectacular batahola entre los miembros de las Naciones Unidas. El embajador de Irlanda adujo que un monje irlandés del siglo VI había sido el primero en ‘descubrir’ este continente, mucho antes de que se llamara América. El de Islandia aseveró airadamente que fue el vikingo Leif  Ericson quien llegó al nuevo mundo 500 años antes que Colón. Los delegados africanos reivindicaron para sí ¿por qué no? la gesta, y así otros.

Según el antropólogo y arqueólogo norteamericano Kenneth Feder, “aquel debate en gran medida fue irónico” aunque oculta, sin duda, una polémica de fondo que condiciona substancialmente la ‘hazaña’ en sí y la cascada de  conclusiones a la que los europeos arribaron después de su fortuito desembarco en octubre de 1492. Efectivamente, ¿quiénes descubrieron en realidad a este continente? Un interrogante que también podríamos plantear para Europa. De todos modos, con relación a nuestro continente, no importa demasiado sostener la prioridad de los viajes de Colón o creer que exploradores portugueses hicieron recaladas en el continente unas décadas antes que aquel; o considerar a Madoc, noble inglés, llegando al continente norte en 1170; ni tampoco resulta significativo aceptar la exploración vikinga alrededor del 1000 o los reclamos del monje irlandés Brendan atribuyéndose la gesta en el siglo VI europeo o que marineros chinos  estuvieran hace  alrededor de 1500 años o que se hallen razonables los reclamos de una presencia celta hace unos 2500 años o de Libia hace 5000 antes de la era europeo-cristiana.

Sean cuales fueren las pretensiones de uno u otro, los habitantes nativos de nuestro continente ya estaban aquí desde por lo menos 40 mil años antes del casual desembarco europeo. Estaban perfectamente organizados para recibir a los extranjeros llegados de cualquier lugar y época. Por lo tanto es a ellos, sin metáfora, a quienes debe otorgárseles, de pleno derecho, el título de ‘descubridores’ de esta porción del planeta. Ellos fueron quienes iniciaron –como en otros tiempos otros hombres en África, Asia, Europa y Oceanía– una auténtica historia continental tejida con la permanente creación de estrategias que les hicieran posible vivir satisfactoriamente y de acuerdo a sus expectativas.

Hace 80, 50 ó 25 mil años (en realidad poco importa la antigüedad y la fecha, lo significativo es el acontecimiento en sí) pequeños grupos de nuestra especie, desprendidos accidentalmente de congéneres que habían llegado al Ártico tras una fascinante dispersión desde África, traspusieron los hielos que unían ambas masas continentales o, quizá, lo hicieron transitando el fondo nada profundo de un estrecho que, seco transitoriamente por efecto de las glaciaciones, se ofrecía como ruta abierta para lograr recursos y refugios. A partir de aquel acontecimiento fundacional, aquellos ‘hombres’ (no primitivos ni  ‘salvajes’) se abrieron a la  experiencia sin retorno de crear para sí condiciones de vida aceptables en el orden material y simbólico. Poco a poco generaron diferentes estrategias para alimentarse, reposar y encontrar explicación a los fenómenos circundantes en el contexto de ecosistemas cálidos o fríos, montañosos, desérticos o selváticos. Surgieron, entonces, distintos modos de ser de núcleos que, en forma lenta, progresiva y zigzagueante –tal como sucedió en las demás regiones del planeta–, arribaron a sistemas culturales diferentes íntimamente relacionados con el hábitat.

Desde hace muchos miles de años el hombre ‘americano’, el mismo que se desplazaba por las sabanas de África, las estepas de Asia o valles y montañas de Europa, buscó, imaginó, experimentó y creó caminos por donde transitar la existencia. Por eso llegó a fabricar variedad de utensilios que, de rudimentarios en aquellos días lejanos arribaron a sofisticados en la actualidad; a crear métodos de caza, pesca, horticultura; a inventar formas de curar sus dolencias y entender el dinamismo de los astros; a descubrir la pintura, agricultura, cerámica, escultura, tejeduría, metalurgia y ciencias en distintos órdenes; a crear, hace dos mil años, el “0” e implementar calendarios en función del dominio del tiempo, de sus fiestas y de su producción agrícola-ganadera. Poco a poco, impulsado por sus propias expectativas y por el creciente número de habitantes, el hombre de este continente se fue organizando con estructuras cada vez más complejas y verticales hasta llegar a espectaculares señoríos, reinados, confederaciones e imperios de una solidez asombrosa, como fue el caso de los mayas, iroqueses, mochicas, aztecas, incas o diaguitas, por mencionar apenas  unos pocos contemporáneos de la invasión europea. Eran hombres y como tales también generaban conflictos, guerras y todo tipo de disputas que subrayaban, precisamente, su condición de humanos tras una sobrevivencia digna y satisfactoria. Una mirada retrospectiva del devenir continental (por cierto todavía poco conocido) nos faculta, sin duda, a discutir la antigüedad y las vías de ingreso del Homo sapiens, y muchas cosas más que la historia y arqueología se encargan de elucidar con sus investigaciones. Pero lo incuestionable es que a partir del 1492 del calendario ‘occidental’ comenzó a desembarcar en el continente una avalancha de grupúsculos europeos que, con relativa facilidad, aplastaron con armas y ‘convencieron’ ideológicamente a los habitantes nativos, transmutando o exterminando su cultura amasada con ingenio y esfuerzo a través de miles de años. Un genocidio y culturicidio sin par en la historia universal, aunque todavía apenas se tenga conciencia de semejante aberración de un continente invasor paradójicamente autodenominado “cristiano”

Europa, con su poder, estrategias, experiencia y conocimientos de muchos milenios, se enfrentó alocadamente, sin reflexionar en la medida de su capacidad, a una humanidad libre, inexperta en la guerra, ajena a la traición, desprevenida y sumamente hospitalaria. Muchos analistas, desnaturalizando aquella intervención, ingenuamente todavía interpretan que se trató de ‘civilización’, ‘evangelización’ y de un ‘encuentro’ de culturas. Pero sabemos que sólo fue invasión, prepotencia de unos pocos sobre una mayoría indefensa (sólo tenían arcos, flechas, lanzas y piedras o palos, sin organización estratégica) que ni siquiera imaginaba un golpe mortal.

En la distancia del tiempo parece increíble que tantos habitantes (como mínimo setenta millones), culturas, naciones y confederaciones perfectamente organizadas hayan sucumbido en tan corto plazo a manos de unos pocos invasores ansiosos y cargados de compulsivos designios, algunos de ellos disfrazados de ‘ideales’ divinos inexplicablemente fanáticos y proselitistas. En tal sentido se podrían enumerar varias razones explicativas de orden mítico, táctico, estratégico militar y político-religioso, pero al menos mencionaremos dos de ellas que parecerían ser condicionantes y explicativas de los sucesos. Una del orden práctico y otra del ideológico. Es decir, por un lado los reinos ibéricos tenían la urgencia de resolver problemas políticos y económicos internos y externos causados por la atomización de la península y su guerra contra la ocupación árabe; por otro, la sociedad europea, sobre todo ibérica, protagonista de aquellos desembarcos era, o se consideraba a sí misma, “católica”, esto es, consustanciada  formalmente con una institución religiosa imperial cuya cosmovisión  mesiánica y  configuración expansionista –como lo expresa su propia auto denominación católica, que en griego significa universal– condicionaba profundamente a las conciencias y estados de esa época.

Ambos poderes, el político-militar (España y Portugal en el comienzo, Inglaterra y demás estados poco después) y el institucional religioso (Vaticano y sectores heterodoxos, todos hambrientos de proselitismo barato) desencadenaron e impulsaron una determinada manera de relación que originó y justificó equívocos, prejuicios, aberraciones, omisiones y errores garrafales tanto en su accionar cuanto en la interpretación y transmisión oral y escrita del mundo cultural, político y mítico al que habían arribado por azar y que se transformaría en golpe de suerte ‘para ellos’  y letal para los nativos. Recuérdese, como muestra, el patético y cruel  “Requerimiento” que durante el siglo XVI los recién llegados leían en castellano o latín (¡) a los nativos para someterlos con la consiguiente destrucción si no se sometían.

Aquellos europeos de diferentes estratos sociales que se lanzaron a la aventura caliente del ‘descubrimiento’ de oro, riquezas manufacturadas, materias primas, tierras y poder (algún tipo de poder, no importaba cuál) y hermosas mujeres ‘complacientes’ ―vistas desde los prejuicios hipócritas de los occidentales― no vieron o no quisieron ver, ni transmitieron con objetividad las realidades complejas que iban encontrando en su tenaz avance por la periferia e interior del continente. Recién en el siglo XX, y con más claridad en los últimos cuarenta años, se han podido activar criterios objetivos de investigación arqueológica, histórica y lingüística, en consecuencia también una adecuada corrección de las distorsiones y una justa apreciación del mundo que encontraron los diferentes agentes y protagonistas de la invasión. Un mundo vastísimo en culturas, población, organización social, ciencia, arte y tecnología que, sin embargo, los arribados ignoraron o disimularon quebrándolo irremediablemente. A pesar de incuestionables adelantos historiográficos, el sistema educativo se resiste todavía  a asumir como propia la historia global y milenaria de nuestro continente y desde allí realizar una lectura científica del devenir de los hechos.

Desde aquel 12 de octubre de hace poco más de quinientos años, los europeos pretendieron ‘descubrir’ lo que ya existía en proceso desde por lo menos 400 siglos; cerraron los ojos ante la magnitud de la población nativa de más de 70 millones de habitantes, que luego diezmaron o sometieron cruelmente, según el caso, en función de sus designios; despreciaron el desarrollo y logros tecnológicos de las diversas culturas, desplazándolos prepotentemente por los suyos en nombre de su civilización; destruyeron sistemas sociales y religiosos locales sustentados por cosmovisiones generalmente simples, poéticas, originales y coherentes, aunque muy distintas a la mitología europea; informaron y transmitieron herméticamente a la posteridad una realidad distorsionada por su visión eurocéntrica e interesada que, de hecho, justificó teológica, política y filosóficamente el genocidio, esclavitud, culturicidio y expoliación de materias primas, bienes y arte elaborados primorosamente. Sólo recuérdese lo que el artista alemán Alberto Durero consignó en sus Memorias (alrededor del 1525) al apreciar las múltiples obras que Cortés robó y envió al emperador Carlos V: Nada de cuanto viera anteriormente había alegrado tanto mi corazón. Los objetos que del nuevo país del oro –se refiere a nuestro continente, ya entonces considerado “país del oro”– han sido traídas al rey, comprenden, entre otros, un sol de oro macizo, ancho como los dos brazos extendidos, y una lámina de plata maciza de la misma anchura. También hay dos salas llenas de armas de todas clases, corazas y otros objetos extraordinarios, más bellos que maravillas. Algunos revelan un arte sorprendente, a tal punto que me quedé estupefacto ante el sutil ingenio de los habitantes de esos lejanos países.

Hoy, gracias a la superación de ciertos prejuicios generados por el invasor y, sobre todo, gracias a la investigación y conclusiones de ciencias como la arqueología, antropología, etnografía, lingüística e historia, podemos y debemos reformularnos preguntas cuyas respuestas modifican profundamente el concepto que tenemos del invasor, de nosotros mismos y de la historia y cultura de nuestro continente. Ante el consumado fenómeno de la drástica irrupción europea en 1492, en cierto sentido también positiva e irreversible en algunos aspectos, cabe preguntarse quiénes eran unos y otros, vencedores y vencidos; cuáles fueron los profundos condicionamientos ideológicos y religiosos que hicieron y hacen posible todavía una relación destructiva y traumática a nivel intercontinental. En efecto, sabemos que las desproporciones continúan. Baste recordar las condiciones y rechazo que los europeos manifiestan cuando se trata de migración de americanos a sus países y el trato humillante de que son objetos. Olvidan la avalancha de invasores europeos delincuentes, perversos, fanáticos, prepotentes, violadores, esclavistas y autoritarios a nuestras tierras durante más de 5 siglos.

En efecto, más allá de la ideología de cada uno  resulta sumamente saludable preguntarse quiénes eran y quiénes son realmente los nativos y los europeos, vencidos y vencedores. Cómo vivían y se comportaban unos y otros en sus diferentes hábitat. Cómo y cuáles eran y son sus respectivas cosmovisiones y religiosidad, es decir, su manera propia de concebir, ver e interpretar el universo, el mundo, la vida y la muerte. En fin, los habitantes del continente ¿eran y somos, como se dijo, salvajes… y los europeos civilizados? ¿o simplemente diferentes?

No se trata de comparar dos mundos distintos o de  contraponerlos en función de legitimar a uno y reprobar o descalificar al otro, sino de reconocer sin prejuicios que existían y existen formas opcionales de configurar y transmitir estrategias (historia y cultura) que hacen más placentera y significativa la vida de los hombres en los distintos enclaves del planeta. Reconocimiento elemental, de hoy y  de ayer,  que debería generar una sana actitud de respeto de unas culturas hacia otras, aceptando las diferencias en pie de igualdad, por más grandes que sean estas diferencias. Teniendo en cuenta, además, que cada continente tuvo y tiene su propia historia a partir del momento en que el hombre recaló en él desplegando sus potencialidades por el sólo hecho de ser hombre y no ‘africano’ o ‘europeo’, ‘cristiano’, ‘musulmán’ o creyente de la cosmovisión andina.

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Desde el Poder Ejecutivo Nacional habría ingresado al Congreso un proyecto de Ley que derogaría los argumentos que pretenden justificar el feriado  del 12 de octubre y lo reemplazaría por el de “la diversidad cultural”. Sea como fuere, el hecho se transforma en UN MOTIVO PARA PENSAR JUNTOS, una dimensión que nos compete.



CUANDO DESDE HACE DÉCADAS ─y en algunos casos siglos─ LA MAYORÍA DE LOS HABITANTES  DEL CONTINENTE ─de manera explícita o tácita─ RECLAMAN LA ANULACIÓN DEL FERIADO QUE “CELEBRA” EL 12 DE OCTUBRE DE 1492, no se está reconociendo y reafirmando que se trate de una deuda con los mal llamados ‘indios’ o ‘aborígenes’, de antes y de ahora, sino de una aberración interpretativa QUE NOS ATAÑE A TODOS LOS NACIDOS EN ESTA TIERRA. A todos, sin distinción de algún supuesto origen ancestral biológico extranjero, de color, de ideología o de ‘religión. Nos atañe por el sólo hecho de ser ‘hombres’.

ES HORA DE RECONOCER QUE NUNCA, ni antes ni después de la invasión de 1492, FUIMOS OCCIDENTALES o INDIOS, SINO HIJOS DE ESTA TIERRA QUE NOS VE NACER y CRECER. En efecto, el proceso histórico y la identidad de las personas es y surge de la tierra en que se nace, más allá de las ascendencias que difícilmente se puedan acreditar (‘aborigen’, europeo, asiático, africano, latino o sajón, religioso o ateo). Este presupuesto vertebral e irrenunciable está basado en la filosofía y en la tradición milenaria de la humanidad (‘humana’, no ‘indígena’) de este continente en el que “la tierra no solo no pertenece al hombre” sino que éste “es fruto de la tierra” no importa en que espacio y tiempo haya nacido.

La humanidad actual del continente no es invasora, si bien no faltan quienes, distraídamente, le hagan el juego a los intereses del invasor.

El fortuito arribo de los europeos a nuestras costas y sus absurdas estrategias invasoras posteriores  ─vergonzosamente activadas ‘en nombre de su dios y de sus reyes’─  para someter a los 70 millones de habitantes, o más, preexistentes y apropiarse del continente basados en la fuerza bruta y en la aberración simbólico-filosófica, nos afecta a todos por igual. La humanidad entera, y nosotros, debemos entender de una vez por todas que aquí no hubo, no hay ni habrá indios por un lado  y occidentales por otro, sino hombres de una única especie; hombres emergentes con distintas culturas a lo largo del proceso histórico milenario de ayer, hoy y mañana.

Introducción a la temática “12 de octubre 1492”

Comunicación personal del Prof. Juan José Rossi a los colegas docentes y a toda la comunidad educativa.

Durante 40 mil años, aproximadamente, la humanidad de nuestro continente experimentó su propia y legítima historia marcada por el desarrollo y evolución de diferentes culturas a lo largo de su extenso territorio. Hace apenas quinientos diecisiete años, cuando sus 70 o más millones de habitantes vivían en armonía con su estilo y pautas culturales “distintas” a las de los demás continentes, azorados e impotentes debieron asistir a una inesperada y brutal invasión que, sin retorno, transformó coercitiva substancialmente sus vidas y estructuras socio políticas milenarias. Para comprender el sentimiento y la reacción tardía que provocó aquel inesperado aluvión –que por diversas circunstancias nos enseñaron incomprensiblemente a celebrarlo como gesta heroica– es muy importante tratar de ponerse en el lugar de las víctimas que, aunque las describieron como salvajes, brutales, incultos e infieles, eran nada menos que personas como nosotros, con su estilo propio y una filosofía de vida distinta a la de los demás continentes. Personas que habían nacido en esta tierra antes que nosotros.

Dicha invasión ─lograda en el término de 100 años, llamados por ellos “el siglo de la conquista”─  se organizó lenta y tozudamente para concretar objetivos que se fueron delineando, práctica y teóricamente, en el transcurso de varias décadas, es decir, la apropiación indebida del territorio, el vaciamiento hormiga de sus riquezas materiales, la destrucción metódica de sus instituciones y, sobre todo, un genocidio sin precedentes para usufructuar del continente sin remordimientos. En su perverso imaginario, la irrupción y tenaz dispersión debía abrirles el camino a una fácil dominación y usufructo, como de hecho sucedió y continúa sucediendo aunque con métodos y estrategias diferentes a las del siglo XVI.

Los habitantes actuales del continente muchas veces suponemos que aquellos acontecimientos pasados de la invasión y las circunstancias presentes no están profundamente relacionados entre sí en el tiempo y el espacio continental. Como si nuestra actual dependencia económica y cultural no fueran un resultado obvio de los manejos del más fuerte, del que finalmente descaradamente puso las condiciones en su beneficio. En cierta forma los americanos y los argentinos seguimos cerrando los ojos para no ver la realidad  y no llamar a las cosas por su nombre. Queriendo o sin querer, no consideramos a la historia remota del continente como “nuestra historia”. En algún sentido muchas personas, y el sistema educativo mismo, se siguen sintiendo ‘europeos’ u occidentales y, de hecho, haciendo caso omiso de los valores, sistemas y principios emergentes de esta tierra a lo largo de milenios, piensan y actúan desde parámetros filosóficos, jurídicos y religiosos del continente invasor que, en forma compulsiva, logró imponer a lo largo de 300 años precipitándonos a los problemas graves que nos aquejan desde que teóricamente nos hemos independizado.

Frente a la endémica crisis que reiteradamente aparece en nuestras naciones de América, quizá sea el momento de buscar caminos alternativos de independencia y autogestión buceando en las raíces de la auténtica historia y cultura continental. En tal sentido es fundamental  motivarnos para abrir los ojos y ‘ver’ más allá de los documentos oficiales de la colonia y la república que dogmáticamente consagraron una burda distorsión de la historia continental y del hombre americano. Por otra parte, para hacer frente a la crisis parece fundamental revalorizar el proceso histórico en sí de nuestra tierra, que no se inicia a partir del 12 de octubre 1492, como pretende el enfoque del invasor y nuestras leyes actuales, sino desde que el hombre ingresó en esta tierra donde hemos nacido, asumiendo como propios los hechos y valores de las diferentes culturas nativas que nos precedieron en el tiempo, muchas de las cuales si bien son contemporáneas porque han logrado sobrevivir, se las silencia estratégicamente para no escuchar su voz milenaria y  disimular sus legítimos derechos, que también son los nuestros.

12 de octubre de 1492: ¿Pasó lo que nos dicen?

La ley del más fuerte

Ante cada “celebración oficial” del arribo ibérico a nuestro continente años, no es superfluo rememorar  los mecanismos utilizados por la posterior y sostenida intervención europea o “primer mundo” con el fin de introducir su modelo ideológico, político, económico y religioso y mantenernos sometidos, sutil o burdamente, hasta nuestros días.

Cuando en el siglo XV nuestra tierra ─a la que luego arbitrariamente se la llamaría “América”─ continuaba con el desarrollo de su propio proceso histórico-cultural extendido a lo largo y ancho de su espacio territorial y marcado por una fecunda variedad de culturas y naciones nativas (inuit, iroquesa, azteca, arawak, chibcha, inca, guaraní, wichí y selk’nam, por nombrar solo unas pocas) Europa se debatía en profundas luchas internas y externas (sobre todo la Península ibérica) para  garantizar poder y recursos a monarcas, príncipes, nobles y ejércitos, objetivo primordial que hizo posible la apropiación y el saqueo sistemático de nuestro enorme y maravilloso continente.

Los movimientos expansionistas europeos iniciados en el siglo XV, al principio por  españoles y portugueses luego por otros estados europeos, contaron con la participación interesada y motivadora de sus respectivas coronas y del catolicismo, cada uno en su ámbito. Mientras los primeros convenían en capitulaciones con los exploradores para asegurarse un elevado diezmo y la adquisición prepotente de tierras y recursos ajenos, el segundo proveía, directa o indirectamente, la permisión moral e ideológica de acciones aberrantes y un “ideal” que elevaba al rango de “cruzada civilizadora y evangelizadora” un proyecto indiscutiblemente ilegítimo de apropiación territorial,  de usufructo comercial y sometimiento político expansionista. Sin embargo, cabe preguntarse por qué y cómo lograron el resonante éxito que todavía se considera una gesta  heroica y civilizadora tanto en las leyes como en nuestra conciencia.

Al arribar Colón a las islas –y posteriores aventureros a otros enclaves– la actitud inmediata adoptada por los habitantes del continente fue, por un lado de enorme sorpresa frente a la presencia de gente surgida del mar con curiosas armas y extrañas vestimentas y, por otro, de absoluta hospitalidad. En los primeros contactos jamás los nativos ofrecieron resistencia ni declararon guerra alguna. Sólo ante el abuso sorpresivo y despiadado reaccionaron tratando de hacerlos retroceder, pero sin éxito ante las poderosas armas y estrategias europeas. Por su parte los recién llegados, a medida que avanzaban ‘dudaron’ de que los nativos ―supuestamente habitantes de ’Las Indias’ occidentales― fueran ‘descendientes de Adán y Eva’, o sea, que fueran verdaderos hombres. Esta absurda consideración ’filosófica’ de exploradores, misioneros, espías y filósofos de la época acerca de la naturaleza de los nativos, más allá de algunos extemporáneos y tardíos documentos oficiales en su contra, se transformó en un justificativo siniestro que, ante su conciencia o inconciencia “cristiana”, legitimó el inicio de una cadena de aberrantes acciones invasoras. Sostuvieron, por ejemplo, que los “bárbaros” podían ser esclavizados ya que, según su arbitraria teoría, eran “infieles” y éstos, a su vez, seres indignos porque rechazaban la “verdadera fe” (¡la de ellos!), en consecuencia merecedores de ser perseguidos, esclavizados y aniquilados en la medida en que se resistieran. Un argumento falaz que les dio luz verde para justificar, tanto la esclavitud cuanto el genocidio y saqueo indiscriminado.

Este fue uno de los tantos sofismas utilizados por la corona y las instituciones autodenominadas “cristianas” para legalizar cualquier acto de destrucción o imposición de su sistema. Desde esa posición ideológico-estratégica los “civilizadores” se permitieron  imponer por la fuerza su propia cosmovisión, ajena a la humanidad local, e implementar por la fuerza su sistema de vida desvalorizando en tanto “diabólicas” las creencias de nuestro continente y quebrando las estructuras sociales milenarias, inclusive sus idiomas, tradiciones y escritura jeroglífica e ideográfica. En última instancia desactivaron lo medular de aquellos antepasados nuestros que hasta ese momento vivían  “a su modo”. Estratégicamente neutralizaron la capacidad de reaccionar ante la insaciable avalancha de invasores e inmigrantes ávidos de ‘salvarse a sí mismos’ despreciando todo lo preexistente.

A partir de allí, los invasores  actuaron seguros y a cara descubierta sometiendo a la población de nuestro continente a la desesperanza y a la  esclavitud vergonzosa por medio de aberrantes estructuras como la encomienda, mita, factorías, minas reales y otras formas “legales” con que explotaron y exterminaron a la humanidad según ellos “descubierta” para civilizar y cristianizar. No resulta extraño, entonces, que, según refiere el sacerdote Las Casas, el cacique Hathucci  poco antes de morir en la hoguera por resistirse al sistema europeo sostuviera el siguiente diálogo con un religioso que lo instaba a bautizarse ‘para ir al cielo y salvarse del infierno’:

¿Ustedes también van al cielo?, preguntó la víctima.

Sí, respondió el fraile.

Entonces —contestó el cacique— no quiero bautizarme para no encontrarme de nuevo con los crueles y tiranos españoles.

El sistemático proceder de los españoles y portugueses, sumado a las enfermedades infecto contagiosas traídas desde Europa, provocó una alarmante disminución de la población nativa. En las islas del Caribe, por ejemplo, tras someter a dos o más millones de habitantes en sólo una década (Colón todavía no había muerto) apenas quedaban alrededor de 300 mil nativos; en el valle de México, entre 1520 y 1580, de 25 millones bajó a 1.9 millones y en los Andes centrales de 11 millones a 1.5 millones durante el mismo período. Estos datos resultan agobiantes y son prueba inapelable del genocidio desatado en nuestro continente. Sin embargo, en leyes y textos escolares a aquella intervención masiva se la califica como “gesta heroica”.

Si bien en la historia oficial estos hechos persisten con una visión mal idealizada o tergiversada y el sistema educativo no los modifica ni los propone como aberrantes, es indiscutible que fueron consumados  ininterrumpidamente a partir de aquel 12 de octubre de 1492. Quizá no nos resulte fácil asumir una mirada crítica de lo que se nos ha enseñado, pero es nuestra responsabilidad desenmascararlos para ubicar los acontecimientos en su lugar y darles el nombre que se merecen, como inclusive lo hicieron algunos europeos de aquella época aunque no fueron escuchados por los intereses mezquinos que motivaban y motivan el sometimiento de América.

Bartolomé de Las Casas, por ejemplo, en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias denunciaba sin atenuantes que “Entraban los españoles en los poblados y no dejaban niños ni viejos, ni mujeres preñadas que no hicieran pedazos. Hacían apuestas sobre quien de una cuchillada abría un indio o le cortaba la cabeza de un tajo. Arrancaban las criaturitas del pecho de las madres y los lanzaban contra las piedras. A los hombres les cortaban las manos, los amarraban con paja seca y los quemaban vivos en las hogueras, les clavaban estacas en la boca para que no gritaran. Para mantener a los perros amaestrados, colocaban indios en cadenas, entonces los mordían y los destrozaban. Yo soy testigo de todo esto y de otras maneras de crueldad nunca vistas y oídas”. Por otra parte un proceder acorde con las exigencias del famoso y más perverso documento que haya redactado la mente enferma de los gobernantes ibéricos de aquel tiempo, el “Requerimiento” que debía ser leído a las comunidades antes de ser sometidas o destruidas, en el caso de no aceptar las condiciones:

Si fue así ¿por qué suponemos ingenuamente  que se trató de civilización, pacificación y evangelización para salvar a los habitantes del continente? ¿Salvarlos de qué?

Entonces ¿Qué les decimos a nuestros alumnos acerca del 12 de octubre?

No es sencillo encarar ciertos cambios de conceptos y de lenguaje en la tarea educativa, sobre todo cuando están muy arraigados en la sociedad como es el caso de todo lo referente a la intervención europea a partir del 12 de octubre de 1492. Todavía hoy manejamos palabras que encierran profundos y condicionantes significados e ideologías, como por ejemplo indio, conquista y civilización de bárbaros infieles o salvajes, asumiéndolas como intocables por el peso del largo tiempo en el que fueron generadas y transmitidas estratégicamente por quienes sometieron, saquearon y siguen saqueando nuestra tierra. Obviamente no me estoy refiriendo a los ‘inmigrantes’ de los siglos XIX y XX, sino a la irrupción europea que va del siglo XV al XVIII.

Casi todos los cuestionamientos filosóficos, ideológicos y témporo-espaciales referidos a esta temática requieren, sin duda, una saludable reflexión personal del docente, padres y responsables de la educación de nuestros hijos y una conveniente adaptación a las edades en función de los objetivos propuestos. Es obvio, por ejemplo, que en el nivel Inicial y Primario la cronología de los hechos y el tratamiento del espacio donde éstos se desarrollaron no son captados de la misma manera que en el Secundario y Universitario. Por lo tanto, contenidos y formulación de los temas deben adaptarse y dosificarse convenientemente.

Analicémoslo en un ejemplo concreto. Todavía en la actualidad en muchas aulas se enseña de forma espontánea o a-crítica que hay dos historias, una anterior a la invasión y otra posterior, y que los indios son seres exóticos (extraños o de otro lugar), algo así como “apéndice” de la verdadera historia. En este caso, cuando el docente, apoyándose en curriculas, planificaciones y textos oficiales u oficiosos tradicionales, tácita o explícitamente propone como “inicio de nuestra historia la llegada de Colón y demás navegantes y exploradores europeos de los siglos XV al XVIII” (conceptual y lingüísticamente mal llamado “descubrimiento”) distorsiona la realidad. Al poner énfasis en el despliegue y estructura colonial (es decir, en la apropiación indebida del continente) incluyendo sólo algunas referencias a “los indios” (que no eran ni son tales sino “habitantes” como lo somos nosotros en la actualidad) niega un principio antropológico irrenunciable: “que todos somos igualmente hombres y con los mismos derechos”. Al transmitir que Mendoza, Garay, Cabrera, Hernandarias, Rocamora, etc., fueron pioneros del “poblamiento” de estas tierras litoraleñas y fundadores de ciudades (en realidad fueron pequeñas aldeas para cuidar tierras arrebatadas ilegítimamente a otros habitantes, en nuestro caso a los charrúa, chaná y guaraní). En fin, al festejar y ensalzar al 12 de octubre, etc., lo que hacemos es decirnos a nosotros mismos y decirle a los alumnos que “nuestra” historia comienza con esos acontecimientos y que la de los indios es “otra” historia, al margen de la nuestra, o que simplemente no es historia.

¿Qué hacer con esta óptica frente a niños de 10 años, adolescentes de 15 o jóvenes de 17 o más años? En general los padres “callan” –dicen no tener argumentos para avalar lo contrario–  y los docentes, aunque íntimamente no compartan esa perspectiva histórica metida a presión  desde nuestra niñez, temen provocar problemas en los alumnos o contradecir a directores y supervisores creando un aparente conflicto de poder.

El problema es real ya que en la práctica un viraje en este sentido puede chocar con los padres y representantes del sistema o de la escuela, pero eso no nos exime de encararlo con suma paciencia y comprensión. En la medida en que uno mismo ideológica y teóricamente esté convencido de la perspectiva y el contenido histórico que se desea transmitir, el problema se diluye substancialmente porque el alumno, con ningún o pocos prejuicios, busca la verdad y transparencia de los hechos, aunque no lo exprese.

Con relación al cambio de perspectiva histórica, significado y lenguaje del contenido que se transmite es preciso diferenciar las edades:

A partir del Secundario

1) Debemos mostrarnos objetivos, es decir, mostrar las dos o más campanas de lo sucedido y transmitido a través del tiempo: una campana sería “el fortuito arribo europeo, considerado por ellos mismos en tanto gesta civilizadora y pobladora del continente”; la otra, que “aquí vivía gente desde miles de años antes, con todos los derechos de hombres”. Así en cada tema.

2) La honestidad intelectual nos exige llamar a las realidades por su nombre y no distorsionar o retacear los hechos, dejando a los alumnos la posibilidad de elaborar sus conclusiones, aunque sean diferentes a las del docente y el sistema. Por ejemplo: usted no les puede afirmar taxativamente que Mendoza, Garay o Hernandarias “poblaron” por primera vez a estas tierras porque en ellas vivía gente organizadamente desde por lo menos 10 mil años antes de ese momento. Sí puede decirles que invadieron y desplazaron a pueblos preexistentes con culturas y organizaciones propias, abriendo, de ese modo, la discusión.

3) En función de lo anterior es prioritario documentarse y ejercitar la lectura entre líneas de la información que proporcionan documentos y autores oficiales de la invasión o clásicos posteriores. Por ejemplo: las crónicas y sus comentaristas generalmente sostienen que los nativos hacían la guerra despiadadamente y mataban a los españoles que intentaban penetrar en sus tierras para anunciarles la religión europea… Sin embargo fueron los españoles quienes agredieron primero, declararon la guerra y exterminaron cruelmente a los nativos que se defendían para que no les arrebataran su hábitat y su cultura. Piensen: ¿qué haríamos nosotros docentes, los padres de los alumnos y los alumnos mismos si invadieran nuestros hogares con el argumento de que los invasores (es decir, los usurpadores) son superiores a nosotros, por ejemplo los chinos, iraquíes o ingleses?

Si los textos oficiales asumen la visión del vencedor —como suele ser por costumbre o convencimiento— se los debe analizar críticamente, sin temor, y con argumentos ante uno mismo y los alumnos. Recordemos que  “educar” no es aprender de memoria un esquema o fórmulas, sino motivar la capacidad de crecer, entender, investigar y comprometerse con la realidad.

A niños del Primario

No se les presenta a boca de jarro ni una ni otra visión de la historia y hechos concretos como si una de las dos fuera la verdad absoluta e incuestionable, sino más bien se activa una búsqueda en común de los acontecimientos pasados “desde que el hombre ingresó al continente o a la Argentina”, tratando de relacionarlos con el presente. Los niños deben tener muy claro, más allá de lo que cada docente piense del ingreso europeo,  que el verdadero hombre no ingresó en 1492 con los españoles sino hace miles de años. En este punto al docente se le abre un panorama fascinante para elaborar con sus alumnos una serie de temas: cuándo entró, por dónde, quiénes, por qué, cómo se fueron formando las culturas, etc., hasta llegar a nuestros días, pasando también por la invasión, el coloniaje y la República.

En todos los casos, con simplicidad y firmeza se debe explicar a niños,  jóvenes y adultos que, aunque las crónicas, documentos y comentarios europeos oficiales dijeron otra cosa, nuestros antepasados nativos (o sea, gente nacida aquí, no “indios”) frente a la irrupción inesperada y avasalladora defendieron como pudieron a sus hijos, sus mujeres y ancianos, su cultura, bienes y hábitat… como lo harían nuestros padres ante la irrupción en nuestra hogar de un criminal, aunque  aparezca como “muy culto y generoso”.

Es innegable que nos enfrentamos a una visión muy arraigada. Tan excluyente que, por el sólo hecho de cuestionarla, a veces nos confunde y hace sentir culpables de “lesa identidad”. Sin embargo debemos dejar que los hechos nos interpelen.

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