por Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION
Lunes 16 de agosto de 2010 | Publicado en edición impresa

En 1850, el Almirante Brown, ya retirado del almirantazgo, traía esclavos a Buenos Aires.



Las raíces africanas de la Argentina

Días antes del último 25 de Mayo, tuvo lugar una celebración de características particulares, a la que muchos coincidimos en llamar patriótica. El escenario de la fiesta fue la Casa de Gardel, que nos miraba desde su retrato entrecerrando los ojos bajo el ala del sombrero. Una fiesta con sorpresas, organizada por el joven antropólogo y musicólogo Pablo Cirio, un investigador apasionado y, por ende, intolerante, siempre dispuesto a luchar en defensa de su exclusiva y excluyente pasión: los negros de la Argentina. A mí me tocaba participar una vez más en la presentación de un libro de mi difunto tío, Néstor Ortiz Oderigo, Latitudes africanas del tango , escrito en 1988 y publicado por la editorial de la Universidad de Tres de Febrero, que desde 2007 se viene ocupando de la edición de la obra póstuma de ese otro apasionado antropólogo africanista que fue el hermano de mi madre.

Aunque el haber frecuentado a Néstor y padecido sus rabietas antirracistas me permitiera comprender las pataletas de Pablo, todas de la misma índole, no dejaba de temer por eso que alguna inconsciente metida de pata volviera a ponerme en el banquillo de los acusados, tal como ya había sucedido cuando, durante la presentación del segundo de estos libros en la Feria del Libro, anuncié alegremente la llegada de los tambores africanos y Pablo me fulminó con un “no son africanos, Alicia; son afroargentinos. Si alguien viniera a tocar el bandoneón, ¿anunciarías una música alemana?”.

Por suerte, la noche del 21 transcurrió en paz y en compañía. Tras las palabras de la profesora Dina Picotti, a la que se le debe la idea de publicar esta obra que vegetaba inédita en un cajón, y las de Pablo Cirio, que se refirió a Ortiz Oderigo como a un visionario que “nos enseñó a pensar en tres”, vale decir, a considerar los orígenes blancos, negros y aborígenes de la cultura argentina —y que, por eso mismo, debió enfrentar la incomprensión de su tiempo—, volví a contar la historia de mi tío.

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Sin duda Mayo es motivo de celebración y de reconocimiento a nuestros antepasados por haber imaginado y pensado desde su realidad una salida honorable de la dependencia absurda del invasor europeo. Pero sobre todo es, o debería ser, como lo hicieron ellos en aquellos días, una instancia de reflexión creativa que nos conduzca paulatinamente a la construcción de un sistema más justo y al enriquecimiento de nuestra identidad.

Las carencias de Mayo

Propondré apenas un esbozo del dinamismo cultural correspondiente al largo proceso anterior a la invasión y su continuidad velada o manifiesta en el período posterior, colonial y republicano. Solo un esbozo del proceso que, en las últimas décadas, es analizado en profundidad por varias disciplinas antropológicas e históricas y que cada individuo puede y debería ampliar en tanto aquella remota historia es ‘tan nuestra’ como la niñez y la adolescencia para cada persona.

Por aquella dicotomía que instalaron pacientemente los europeos a partir de 1492 entre historia ‘de los indios’ y ‘la nuestra’, resulta difícil captar que todo el despliegue intelectual, científico y tecnológico actual no sería una realidad ─por cierto muy desigual según a qué región o país del mundo nos refiramos─ si el hombre desde que inició su fascinante aventura no hubiera avanzado paso a paso a lo largo y ancho del planeta, acumulando conocimientos experimentales y deductivos. No hay genios que aparecen por generación espontánea. Sí, todos los hombres, unos más otros menos de acuerdo al esfuerzo que realicemos y las condiciones de vida que nos toque en suerte, gracias a la experiencia consecutiva de miles de años heredamos gran capacidad de relación y acrecentamiento de los conocimientos adquiridos progresivamente. Es tan absurdo sentirse superiores a nuestros antepasados remotos cuanto inferiores en la escala humana a algunos de nuestros contemporáneos o a las generaciones futuras. Más aún, es posible, y así lo creo, que las culturas pasadas hayan sido más coherentes y satisfactorias que las actuales. Tema éste instalado en el corazón de la ‘postmodernidad’ porque día a día nos estamos percatando que frente a la tecnología subyugante y la corrupción creciente en desmedro de la mayoría, corremos serios riesgos de perder lo más característico del hombre: la libertad de elegir el propio destino y la creatividad para ser feliz aquí y ahora.

Lo que pasó hasta la invasión. A partir de la entrada del Homo sapiens-sapiens al continente –hecho fundante que tuvo lugar según la mayoría de los arqueólogos entre 35 y 40 mil años antes de presente– los grupos que iniciaron la dispersión tras la búsqueda de recursos y enclaves favorables, demostraron gran capacidad de adaptación a climas y lugares desde Alaska hasta los canales fueguinos, dando lugar a embrionarias y diferentes culturas. Como en los demás continentes, en el nuestro se  produjeron etapas y progresos significativos que configuraron el  complejísimo espectro socio-cultural que los europeos ‘encontraron’ e intentaron destruir o ignorar con fines ideológicos y pragmáticos. Recordemos algunos de los eslabones significativos del proceso:

• Aquellos hombres que nos precedieron cristalizaron paso a paso varios estilos de vida, originados en función de necesidades concretas y con distinto grado de desarrollo en cuanto a logros idiomáticos, tecnológicos, filosóficos y artísticos.

• A medida que sus idiomas se enriquecían, crearon cosmovisiones y mitologías para explicar el cosmos, algunas con base y estructura ‘científica’26.

• Los grupos se organizaron socialmente en función de la defensa y caza, celebraciones rituales o religiosas, vivienda, juegos, etcétera.

• Tras difícil y progresiva experimentación inventaron y descubrieron una serie de utensilios y herramientas que favorecieron su existencia y que se constituyeron en el germen de los adelantos actuales: mortero, hacha, cuchillo, arpón, cuchara, formón, percutor, raspador, puntas de proyectil, boleadoras, honda, telar, embarcaciones, aleaciones, etc.

• Importantísimos sitios arqueológicos, a lo largo de todo el territorio americano (muchos de ellos lamentablemente saqueados27), permiten inferir que en los primeros milenios de nuestra historia los hombres alcanzaron logros similares en distintas regiones del continente pero con características que diferenciaron a los grupos entre sí. Entre esos progresos materiales se pueden mencionar:

Tallado y confección de instrumentos en hueso y madera; tallado, martillado y pulido de la piedra; encendido del fuego con distintos métodos según lugar y época; búsqueda, preparación y consumo selectivo de alimento animal y vegetal, terrestre y marino; refugios-dormitorios; confección de prendas para abrigo; faena de animales y utilización de todos sus componentes (piel, hueso, carne, tendones); estrategias colectivas de caza, pesca y recolección; construcción de embarcaciones; fabricación de pinturas minerales y vegetales; impresión sobre piedra, madera, hueso, cuero y tejidos de su incipiente simbología y códigos de convivencia; sitios ceremoniales y ritos diversos; cerámica funcional, decorativa, funeraria y muchas otras estrategias.

• Hasta la devastadora irrupción europea habían cristalizado aproximadamente 150 familias lingüísticas y más de mil idiomas emergentes de una u otra de esas familias.

• Conformaron un variado mosaico de características culturales, germen de lo que serían estilos de vida o culturas madre, esto es, nómades recolectores, cazadores y/o pescadores; horticultores, agricultores, pastores semi sedentarios o sedentarios.

• La tecnología e industria resultante de las necesidades y del entorno fue aplicada a todo tipo de utensilios en madera, hueso, piedra, metales, cerámica, tejeduría y cestería. Muy distintas llegaron a ser las creaciones de un esquimal en Alaska a las de un diaguita en los valles Calchaquíes.

• Construyeron centros ceremoniales simples, al estilo Selk’nam y Yámana, o monumentales y de observación astronómica como el Tiawanakota, Maya, Teotihuacano, Inca o Azteca.

• Arribaron a conocimientos científicos con relación a medicina, geología, herborística, astronomía, matemáticas, hidráulica, arquitectura, urbanística, momificación, hibernación agropecuaria, mejoramiento de especies vegetales, cultivo de altura, domesticación de animales, etcétera.

• En agricultura y horticultura aprovecharon la quínoa, el maíz y otros cereales; mandioca, papa, tomate, zapallo, poroto, tabaco, yerba mate, chocolate, vainilla, chicle y otras especies.

• Hace más de dos mil años tenían el cero en matemáticas, acueductos de riego y elevadores de agua. Transformaban sustancias venenosas en alimento (por ejemplo la mandioca). Deshidrataban la papa (chuño); destilaban la esencia de vainilla; usaban el tabaco como insecticida; conocían aleaciones metálicas, baños térmicos, el mocasín y la hojota, botas de piel animal, arpones desmontables, la hamaca, el caucho, la mochila para el bebé, los curare, etcétera.

• Se expresaban en pinturas y grabados sobre piedra, papiro, cuero, lienzo, el cuerpo; en la cerámica, escultura, tejeduría, tallas, orfebrería, arquitectura. Todo ello con diferencias remarcables según la región o cosmovisiones de los creadores.

• De un extremo a otro del continente, en todos los tiempos, sus habitantes pre-invasión consciente o inconscientemente procuraban el equilibrio del entorno generando mitos y dioses custodios o ‘dueños’ de los distintos vegetales, minerales y animales, a quienes  ‘pedían permiso’ para utilizarlos dentro de determinados códigos y límites que de hecho, aunque no siempre, evitaban la depredación de la naturaleza.

• Desarrollaron un pensamiento original y contundente, íntimamente ligado a la ética o maneras de comportarse frente al entorno y en la comunidad. En tal sentido, solo mencionaré dos líneas de fuerza compartidas en todo el continente, expresadas de una manera didáctica y accesible en la cosmovisión, mitos y ceremonias o fiestas:

La Tierra no es del hombre, sino el hombre de la tierra formando una unidad con el resto del universo. Filosofía ésta, según se ha explicitado más arriba, prácticamente opuesta a la proveniente del mundo occidental-cristiano que sostiene una supuesta superioridad del hombre sobre el cosmos en tanto ‘rey de la creación’. En consecuencia con la facultad de hacer lo que quiera con ella, aún provocando su destrucción y desequilibrio.

El cosmos configura una unidad en la que se distinguen tres niveles: el supra mundo, el de la superficie y el infra mundo. Los tres simbolizados por héroes míticos o deidades representativas: el cóndor o águila, el jaguar y el hombre, los reptiles, respectivamente. Los tres mundos conforman una perfecta unidad, imbricados y como saliendo unos de otros. Unidad en la que el hombre es una parte y no el dueño o rey.

Todos los pueblos, contra lo que tendenciosamente relataron los relatores europeos, tuvieron su ética y códigos de convivencia transmitidos sabiamente de generación en generación a través de símbolos, mitos, cantares, ritos, fiestas, monumentos y, en los últimos milenios, escritura simbólica, jeroglífica o ideográfica.

A modo de muestrario he mencionado una serie de manifestaciones culturales resultantes del esfuerzo humano desde tiempos remotos. Los arribados en el siglo XV, si no hubieran sido invasores podrían haber captado su entidad autosuficiente y autónoma. No lo hicieron y justificaron sus acciones ‘en nombre de su dios’ haciéndose trampa ellos mismos y a la historia hasta el presente puesto que, aunque aceptáramos que ‘su’ dios fuera el verdadero –en realidad lo es tanto como Quetzacoatl, Tokwaj o Alá–, jamás su líder Jesús podría haber inducido o justificado la masacre humana y cultural perpetrada por los ‘cristianos’ durante 3 siglos.

El territorio en que nacemos y vivimos, sea Alaska, Guatemala, Cuba o la Argentina, fue y es testigo de esfuerzos, inventos y progresos en distintas áreas, seguramente más lentos que en la actualidad, pero no por ello menos aventura humana que la nuestra ya que fueron el cimiento y configuraron los primeros peldaños de la cultura. Progreso ¿quién podría negarlo? muy lento –ahora es demasiado rápido lo que no garantiza que sea mejor– como sucedió en todas las regiones del mundo, pero ininterrumpido, basado en la observación paciente que los llevó a conocimientos y conclusiones concretas (ciencia). Un proceso basado en la curiosidad, experiencia, deseo de exploración y superación que sentimos todos los hombres. Quizá ingenuamente alguno pueda suponer que nuestros ancestros eran menos hombres que nosotros porque vivimos en la era de la energía nuclear e informática. Craso error que puede costarnos caro, como le sucedió a España que casi desaparece por engolosinarse con la mina de oro que ‘descubrió’ en nuestro continente y que le robaron sistemáticamente sus países ‘hermanos’!

Nos cuesta asimilar que aquellos incansables caminantes y exploradores que nos precedieron en el mismo territorio que desde las emancipaciones llamamos Argentina, Brasil, Chile o Uruguay, y que bien pudieron bautizarse de otro modo sin que por eso cambiara la realidad de sus habitantes, se fueron aclimatando en diferentes enclaves, creando muy lentamente diversas regiones culturales en las que se conformaron distintos pueblos y naciones. Es fácil, muy fácil, llegar, ver y vencer… pero ¿qué había detrás en el tiempo y espacio de esos hombres y mujeres, niños y ancianos, lúcidos o distraídos, bajos y altos, políticos y trabajadores o zánganos…? Porque, como dijo el maestro de los occidentales cristianos de todo hay en la viña del Señor. El continente no estaba habitado por ‘angelitos’ sino por hombres.

¿Por qué ignoramos, negamos o apenas aceptamos como apéndice de nuestra historia el proceso anterior a la irrupción? Hay centenares de respuestas, ninguna válida, todas rebuscadas y ’para mayor gloria de la civilización y dios europeos’. Respuestas que llenan millones de páginas que todo lo explican para que todo siga igual, porque el eje de nuestra historia continúa siendo curvo: viene de Europa a América y va de aquí hacia allá en un movimiento burdo y atípico que nos conduce a ninguna parte.

Lo cierto es que, cuando iniciaron su desembarco invasores e inmigrantes en los siglos XV y XVI, aquí disfrutaban del territorio millones de personas –lo mismo hubieran sido 100 mil habitantes que 70 millones–, centenares de grupos lingüísticos y de naciones con características distintivas que intercambiaban bienes entre ellos o se hacían la guerra en caso de agresión. ¿Acaso no es lo que hacemos ahora nosotros, ‘los civilizados’? A partir de aquel arribo que no ha cesado, la destrucción –obviamente no es destrucción para quienes se sienten occidentales y cristianos–  y desvalorización de todo lo que encontraron creó la leyenda de que aquí solo había salvajismo e inmoralidad o simplemente ‘buen salvaje’. Sin embargo, con relación a la Argentina, vale la pena recordar algunos hitos de aquel proceso más o menos remoto que, en gran medida, se corresponde al experimentado por el resto del continente.

• Entre 20 y 15 mil años antes del presente ya vivíamos en el NOA y Cuyo donde primero fuimos recolectores-cazadores en los alrededores de Ampajango (Catamarca) y Atuel (Mendoza).

• Entre 15.000 y 5.000, cazadores-recolectores o pescadores especializados en el Extremo Sur (por ejemplo en Piedra Museo, Santa. Cruz, y Puerto Mont, Chile); cazadores especializados con punta ‘cola de pescado’ (Cuyo) o lanceoladas en Ayampitín (Córdoba) e Intihuasi (San Luis) mientras en las altas montañas y mesetas hasta el sur éramos cazadores y pescadores según la región; pintábamos maravillas en las piedras y las grabábamos con absoluta creatividad y libertad.

• Entre 5.000 y 2.000 teníamos aldeas, fabricábamos líticos perfectos, cerámica funcional y simbólica, perfeccionábamos utensilios de hueso, madera, cestería y textil.

• Hace 2.000 años esculpimos en Tafí del Valle menhires de piedra de hasta tres metros de altura. En Catamarca y Tucumán hicimos “los suplicantes” de El Alamito, fabulosas obras de arte que se adelantaron dos milenios a los escultores modernos.

• Entre 1.800 y 1.500 nuestra expresión Ciénaga (La Rioja y Catamarca) modelaba en cerámica y textil felinos, serpientes, batracios y símbolos lineales en tanto manifestación de una cosmovisión. Para esa misma época en la Puna trabajábamos cobre y en los valles cultivábamos con control de aguas por acequias.

Este proceso histórico-cultural –apenas esbozado– de algún modo empezó a interrumpirse sustancialmente en el siglo XVI. Fue calificado por los europeos como ‘prehistoria’ para significar con ese concepto que ‘la’ historia se habría iniciadio con ellos, cuando en realidad fue éste el hito más nefasto y traumático de la humanidad milenaria del continente. De la misma humanidad desmembrada en tiempos lejanos, primero de África pasando luego por de Eurasia hasta llegar a nuestro continente donde fue  protagonista de un devenir latente que, por causa de profundos prejuicios y sofismas inoculados con paciencia por occidente para concretar sus objetivos, nos resulta hoy muy difícil de captar y asimilar como nuestra propia historia. Más allá del enorme paso que concretaron en función de la emancipación política y nacimiento de la República, esta lamentable carencia y distracción respecto del contenido y enfoque de nuestra historia, que en gran medida  todavía padecemos, es la que predominaba en los gestores de Mayo, con algunas excepciones por todos nosotros conocidas.

Reflexionemos como ejemplo testigo algunas vertientes y dimensiones de la historia continental no tenidas en cuenta, ni ahora ni en Mayo de 1810, que deberíamos entroncar dentro del único proceso milenario y no contraponerlo o plantearlo en forma paralela con miras a repensar el proceso de emancipación, de autonomía cultural y de afirmación de la identidad en el contexto de un mundo complejo y globalizado.

Desde la invasión en adelante. Si los navegantes del siglo XV, llegados al continente de absoluta pura casualidad, hubieran podido abarcar de un golpe de vista el complejo mundo continental que escondían aquellas maravillosas selvas tropicales, montañas y llanuras, se hubieran encontrado con 70 o más millones de habitantes palpitando sentimientos, proyectos, inventos, cacerías, juegos, ritos y expresiones artísticas e industriales impactantes en el contexto de diferentes culturas. Desde Alaska a Tierra del Fuego centenares de naciones ostentaban idiomas y características propias. Solo en el territorio hoy argentino, inimaginable para aquellos torpes buscadores de oro, tierras y ‘almas’, deberían haber parlamentado con Atacamas, Aymaras, Quechuas, Humahuacos, Tilcaras, Diaguitas, Quilmes, Lule, Vilela, Chané, Chiriguano, Wichí, Yapitilagá, Kom’lek, Mok’oit, Payaguá, Tonocoté, Abipón, Sanavirón, Comechingón, Huarpe, Ranculche, Pehuenche, Mapuche, Aonik’enk, Selk’nam, Yámana, Alakaluf, Guaraní, Kaingang, Charrúa, Querandí, y otros. Un espectro de naciones ‘humanas’, algunas milenarias, que rápidamente desaparecieron o debieron someterse por la brutal presión de militares, políticos, comerciantes y religiosos europeos. Unas pocas se salvaron gracias a su tenaz resistencia, a su admirable estrategia de vida y a su hábitat inaccesible. Pero al finalizar el siglo XVIII el eje político, religioso y económico del llamado período colonial atravesaba todo el continente chanfleándolo hacia Europa. Ya en ese entonces el denso velo extendido metódicamente por el invasor no permitía apreciar –tampoco a los gestores de nuestro Mayo– el proceso en sí, la savia y el tronco del añoso árbol continental que, sin embargo, seguía –sigue– latente.

• En la década del 1490 –tiempo computado todavía según el sistema europeo impuesto por Julio César en el 2046 ap. y reformado con autoridad de emperador recién en 1592 por el papa Gregorio XIII para Europa y sus colonias– se inicia abruptamente, más allá de la conciencia de sus habitantes, una nueva etapa en nuestro continente. Etapa en la que los criterios de verdad, estrategias y filosofía de vida serán impuestos coercitivamente por el poderoso y hábil invasor que intentó, y logró en gran medida, destruir la filosofía de vida propia, los parámetros culturales y las estructuras existentes. Se inició, sin imaginarlo ni el nativo ni el intruso, un forcejeo desigual que finalizaría con el sometimiento casi absoluto de la cultura milenaria local. Por cierto no era la primera vez que los europeos salían de su pequeño continente con esa intención. Llevaban en su sangre y en su memoria la soberbia de los césares y la experiencia de una institución religiosa monolítica y mesiánica que no permitía que a su paso otras manifestaciones culturales tuvieran sentido y entidad. A pesar de todo,  la savia y vertientes culturales subyacentes continuaron vivas y pujantes aunque no siempre se las pueda identificar a simple vista. En 1492 se inició un proceso que lleva ‘apenas’ cinco siglos, todavía gestándose y durante el cual se produjeron hechos cruciales, no definitivos ni cerrados, porque mientras la arbitrariedad y poder incuestionables del invasor logró extender el velo desplegado desde Europa, la savia y el estilo que genera esta tierra desde que la habita el hombre puja por germinar en sus habitantes. Se inició entonces un período continental de tensiones latentes y manifiestas que buscan salidas auténticas, respetuosas y solidarias dentro de la diversidad, todos cimentados sobre una plataforma histórico-cultural de esta tierra.

• Producida la casual irrupción, de inmediato el invasor  reacomodó sus objetivos e implementó la destrucción sistemática de las estructuras culturales nativas argumentando que “todo lo europeo es mejor”, rol que, fundamentalmente le correspondería, de hecho, a las instituciones católica y protestantes (por ejemplo, al catolicismo tratándose de España o protestantismo de Inglaterra). Paralelamente, en golpe comando –en términos legales diríamos en ‘asociación ilícita’–, se articuló el genocidio, la esclavitud y la expoliación implacables de materias primas, riquezas manufacturadas en metales y piedras preciosas, tejidos, etc., con la convincente premisa teológica de poseer ellos un mandato divino de salvarnos y, sobre todo, estrategia y poderío bélico aplastante.

• Superado el estupor del primer impacto invasor en las distintas regiones del continente, comenzó en forma persistente la resistencia que iría desde el enfrentamiento armado al suicidio individual y colectivo, pasando por un estratégico reacomodamiento de subsistencia dentro de las estructuras impuestas por el enemigo europeo. Todos los intentos armados de los nativos fracasaron por el desconcierto y debilidad de sus armas. La resistencia emblemática, por su proximidad a las emancipaciones criollas del siglo XIX, fue la de José Gabriel Condorcanqui hacia los años 1779-80.

• El movimiento Tupac Amaru II, aunque militarmente fue vencido, consiguió que el sistema colonial se debilitara. En la práctica obtuvo reivindicaciones que motivaron aún más la conciencia en los nativos o nacidos en esta tierra (aborígenes y criollos) de que era posible reconquistar la autonomía continental y regional perdida tres siglos antes. Entre los logros de aquella rebelión se destacaron la supresión de los corregimientos, la creación de la real audiencia de Buenos Aires, la anexión de la intendencia de Puno al Perú y la creación de la real audiencia de Cusco en 1787.

• La historia de los últimos 500 años del continente es una historia de sangre derramada por el intruso o entre los descendientes de estos y los nativos propiamente dichos que solo luchaban para defender sus derechos de nativos y su cultura milenaria. A partir de 1492 comenzó el implacable y más grande genocidio de la humanidad. En forma directa y a sangre fría por medio de armas de fuego, venenos, ejecuciones sumarias de distinta índole (horca, descuartizamiento, hoguera, empalamiento, etc.) generalmente con torturas previas inimaginables. Indirectamente por la introducción de enfermedades infectocontagiosas, la corrupción, esclavitud y desprecio por todo lo nativo, incluidas sus cosmovisiones y filosofía milenarias. Mientras duró este accionar premeditado, aberrante y tolerado o provocado por las autoridades de turno, los intelectuales europeos, desde parámetros culturales acomodaticios y eurocéntricos tejieron intrincados argumentos teológico-filosóficos que en síntesis no van más allá de la afirmación arbitraria de que los nativos –incluidos los criollos que se oponían al despojo y genocidio vil– eran solo salvajes o quasi hombres por no tener perfil europeo y ‘el privilegio’ del bautismo cristiano. Por esta razón los clérigos-teólogos Tomás Ortiz y el Sepúlveda, entre otros muchos, dogmatizaron muy sueltos de piernas que los nativos “eran siervos a natura, que se les hace beneficio en quererlos domar, tomar y tener por esclavos” o “morir por la espada” si no se avenían al perverso ‘Requerimiento’.

• Desde 1492 se inicia en el continente un paulatino normal cruzamiento, como en todo el planeta, entre nativos con europeos y con diversas vertientes afroasiáticas. Este  cruzamiento de persona (no ‘mestizaje’ que supone la existencia de razas con categorías descendentes) se produjo básicamente entre el varón intruso (engreído ‘súper macho’ mezcla de europeo y árabe) y la mujer nativa[1] (considerada por ellos de nivel inferior en la escala humana) más complaciente sexualmente que la mujer europea llena de prejuicios y tabúes canónicos, paradójicamente elaborados por célibes sacerdotes (‘célibes’ en apariencia, solo el papa Alejandro VI en aquellos años tenía 6 hijos reconocidos).

No solo debe tenerse en cuenta que durante el siglo XVI y siguientes la matriz fue de mujer nativa sino que algunas mujeres europeas contrajeron matrimonio con nativos, además de que la reproducción genética de las naciones originarias continuó siendo la base indiscutible de la población continental, aun cuando, especialmente en las regiones periféricas, se haya perpetrado el genocidio al que hicimos referencia. De este traumático cruzamiento de personas, en el que también aportarían biológica y culturalmente vertientes africanas y asiáticas (piénsese en Brasil, Haití, Jamaica y gran parte de la columna andina sudamericana), surgimos nosotros, los nuevos nativos (criollos, gauchos, ‘cabecitas negras’, provincianos, porteños o como se los quiera llamar) entre quienes nos contamos la mayoría de los contemporáneos aunque muchos lleven apellidos y algunas costumbres de supuesto origen dentro del perímetro geográfico del actual subcontinente europeo. Aquellos –también las instituciones– que por diversas razones se sienten o consideran europeos omiten que el cruzamiento en todo el continente, tanto cultural como biológico, lleva una dosis medular de componentes orientales, asiáticos y africanos que contribuyeron, a modo de injertos, a configurar la realidad actual totalmente distinta al resto del mundo. Inclusive la tan mentada ascendencia española o de la ‘madre patria’ lo es de un profundo entrecruzamiento de los ibéricos con el resto de Europa y, sobre todo, con los moros durante siete siglos antes de la invasión al continente.

• En las postrimerías del siglo XVIII y principios del XIX cristalizaron gestas trascendentales de independencia política, llevadas a cabo por criollos y comunidades nativas. Con una diferencia: mientras estos últimos eran reclutados para los ejércitos de vanguardia contra los realistas (por Bolivar, San Martín, Belgrano, Artigas, Güemes, etc.), los criollos de ‘barniz’ europeo asumieron el poder político e ideológico. Estos, imbuidos de la filosofía y ética occidental-cristiano-eurocéntrica que menospreciaba todo lo nativo, al poco tiempo continuaron eliminando a las naciones originaras. Más aún, muchos de los gestores de la emancipación americana, específicamente por ejemplo de la Argentina, habían sido formados en el otro continente, o aquí pero en centros educativos de origen y orientación europea que descartaban el mundo cultural autóctono. Inclusive, consciente o inconscientemente, no pocos de los ideólogos y ejecutores de las independencias respondieron a intereses de países europeos[2].

• Durante los siglos XIX y XX, socialmente los criollos se instalaron en un término medio que podríamos calificar de transición. Por un lado rechazaron el yugo de Europa hasta dar la vida y, por otro, en leyes y Constituciones retuvieron la filosofía y pautas europeas y se separaron en forma tajante de la vertiente biológico-cultural originaria llegando también ellos al genocidio, no solo por inspiración filosófica sino por poder político en función de un determinado ‘orden’ e intereses económicos relacionados con la tierra. En el territorio argentino –también en el resto del continente con variantes de tiempo y métodos– este proyecto de Estado y las estrategias político-militares que lo viabilizaron sobre la base de una población de diferentes vertientes culturales, venía cristalizando confusamente desde los albores de la República si bien, como se expresó más arriba, existieron actitudes destacables y opiniones disonantes durante el proceso de varias décadas (1810-1880). De hecho, el oportuno rechazo del absurdo sistema foráneo colonial desde 1810 en adelante sólo favoreció al sector auto considerado no-aborigen y de raíz occidental, continuándose en la legislación y praxis de intelectuales, militares y políticos la discriminación e implacable persecución al nativo-aborigen hasta su fractura en tanto sociedades libres y estructuradas desde cientos a miles de años, según el caso.

El proyecto político de los argentinos-criollos para constituir una única nación dentro de los límites que hoy la constituyen se acentuó al extremo durante los períodos en los que predominaron, por distintas circunstancias, antecedentes y principios de las llamadas “generaciones del ’37 y del ‘80”.33 Antecedentes y principios, inspirados por intereses y en teorías europeas, que pivotearon sobre la apropiación de grandes extensiones de tierras en las que habitaban sociedades nativas multiseculares, y en el ‘necesario’ genocidio (guerra santa para los implicados) liderado en los 1870 y ‘80 por el general tucumano Julio A. Roca quién, teórica y prácticamente, intentó dar el golpe final a las vertientes nativas repartiendo sus tierras entre los que consumaron el magnicidio, sus protegidos, inspiradores y estancieros extranjeros y argentinos que, en alguna medida y más solapadamente, todavía hoy se miran a sí mismos como europeos y en función de aquel sub continente.

En este proceso curiosamente los criollos no aborígenes (categoría ficticia a la que hemos hecho referencia más arriba) de distintos sectores sociales y fracciones políticas, incluidos los ‘gauchos’, quedaron atrapados en el medio. En la práctica ignoraron el proceso cultural milenario de América y a sus protagonistas. No obstante, a partir de la emancipación, por diversos motivos muy lentamente empezó a proyectarse una mirada distinta de la realidad continental. El nativo considerado ‘no aborigen’ descubrió con otros ojos las riquezas humanas del hombre y de la cultura originaria iniciando una línea de investigación, al principio con pocos elementos, que reconoce su peso y vigencia en nuestros territorios. Empezó a vislumbrarse una nueva conciencia de continente (y por ende de países)  pluri-étnico y pluri-cultural con respaldo y vigencia en un eje milenario que va mucho más allá del trasplante europeo de los siglos XVI al XVIII.

Apenas he sugerido un sucinto repaso de algunos hechos y tendencias que, si bien no fueron ni son tenidos en cuenta en su justa medida por la historia oficial europeizada y europeizante, configuraron nuestra compleja realidad actual. Muestreo susceptible de ser abordado con más amplitud y profundidad, como de hecho lo han realizado y realizan multitud de investigadores americanos, aunque todavía no logran penetrar el tamiz  del sistema educativo vigente. Ni siquiera en las bibliografías de las ciencias sociales y de la eternamente proyectada reforma que, en todos los casos, es importada y superficial porque las modificaciones no pasan de ser metodológicas y formales. En efecto, el contenido y el enfoque epistemológico de la historia sigue siendo obtuso y de esa manera la obsecuencia y la dependencia también siguen siendo las mismas.

Hoy, después de cinco siglos de invasión del poderío y soberbia político-ideológica y de la prepotencia cultural del circunstancial primer mundo, es admirable que muchos de nosotros y de aquellas culturas nativas subsistan y mantengan vivas las raíces de nuestra historia más remota que nos pertenecen y nos identifican ante el mundo y ante nosotros mismos.

Quizá muchos no somos, o ‘creemos’ no ser, descendientes directos o biológicos de aquellos pueblos, pero sí somos nativos de esta tierra y como tales la historia y cultura de 40 mil años que nos precedieron nos pertenecen. No para mirarlas como piezas obsoletas de museo, sino para conocerlas e incorporarlas a la conciencia individual y colectiva como parte de un Patrimonio que enriquece nuestra Identidad.


[1] Con respecto al tan mentado ‘mestizaje’ del hombre ‘americano’, es necesario tener en cuenta que durante el siglo XVI casi no llegaron mujeres extranjeras a nuestro continente, de tal modo que la matriz, en sentido figurado y literal, fue la mujer nativa. Estrictamente aborigen al principio y luego mestizas con el correr del siglo pero con fuerte ascendencia biológica nativa en casi todos los casos. Es curioso, pero cuando los autores, salvo excepciones, se refieren al mestizaje de América analizan la realidad desde el ‘macho’ como si fuera el componente esencial determinante de la pirámide poblacional. Inclusive se atribuye peso mágico a los apellidos, cuando sabemos que tras ellos se escondieron y esconden mayúsculas hipocresías que ocultan transmisiones biológicas inimaginables. Más aún, nadie ignora que a los mestizos de padres europeos automáticamente se les puso el apellido paterno y, en general, a los aborígenes se los obligó a identificarse con nombres europeos.

[2] Como resultado de esa herencia hábilmente transmitida, no es extraño que en el período que va de 1810 a la actualidad, en territorio argentino se llevaran a cabo dos crueles campañas: en el Sur durante el siglo XIX y en el Gran Chaco a fines del XIX y principios del XX, arrasando prácticamente a las pocas naciones que habían resistido el embate colonial. Paradójicamente se apoyaron en postulados de libertad, conversión y civilización, transformándose esa arrolladora acción en ‘gesta heroica de ilustres argentinos’ tal como aparece en la historia oficial. Por fortuna desde el principio mismo del siglo XIX tal perspectiva fue discutida por algunos políticos e intelectuales criollos que se sumaron a los reclamos de los aborígenes sobrevivientes.

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