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feb
Desde lo filosófico y antropológico, estrictamente no existen culturas y pueblos originarios en esta tierra o, por el contrario, son todos originarios. A lo sumo se podría decir que determinadas culturas emergieron del proceso humano local ‘antes de la invasión occidental’. Pero inclusive los actuales habitantes del continente ―mal llamado ‘América’― y sus culturas, por más influencias de Europa, África y Asia que hayan incorporado en su reciente devenir, son legítimamente ‘originarios’. ’Originarios’ aunque desde lo biológico se sepa o se presuma que la ascendencia de sus protagonistas no surge de alguna línea de vertientes humanas anteriores a la invasión europea o no se tenga conciencia de ello.
Sin duda un fenómeno complejo y discutible el del entrecruzamiento de personas que cristalizó, no en los últimos siglos, sino a lo largo de milenios y en todo el planeta, desde el origen de la humanidad. Más aún, que cristaliza ahora y cristalizará en el futuro, sobre todo si se tiene en cuenta que estos diversos emergentes se dieron y se dan con influencias y entrecruzamientos internos y territorialmente foráneos, a veces difíciles de detectar, en especial cuando media alguna invasión compulsiva en algún momento del proceso histórico local como sucedió abiertamente entre los siglos XV y XVIII y continúa sucediendo de forma intensa a raíz de la movilidad planetaria y la globalización compulsiva.
Lo que sucedió, sucede y sucederá en nuestro continente o en cualquier otro, sobre todo en Europa ―si bien intenta disimularlo con su típico eurocentrismo y xenofobia puritana― es un proceso dinámico, causal, zigzagueante y de permanente entrecruzamientos, influencias e intercambios de la humanidad que habita ese o cualquier otro continente o región, como puede ser, por ejemplo, América en general o La Patagonia y el Litoral argentino en particular.
Por otra parte, la ascendencia o descendencia cultural de un individuo o de un grupo no está determinada por lo ‘biológico’ (si así fuera estaríamos aceptando la existencia de razas en una continuidad biológica substancial, lo que científicamente y por el sentido común, es inaceptable). En efecto, somos todos igualmente hombres y no existe el ‘mestizaje’ biológico sino simplemente encuentro o entrecruzamiento de personas, sean estas del mismo color o no, del mismo o de distintos continentes o con igualdades y diferencias de otro tipo. La identidad cultural no es hereditaria, aunque parezca o así se lo suponga ingenua o interesadamente. Se define por lo estrictamente cultural y el compromiso de los individuos y los grupos con el patrimonio y la tradición de la tierra o lugar en que se nace o se es adoptado. Es decir, por el hecho de que un individuo o un pueblo (se tenga la ascendencia biológica que se pretenda tener, lo cual no determina supuestas ascendencias) viva y asuma ‘prácticamente’, sin proselitismos ni reclamos de exclusividades anacrónicas, lo vertebral del patrimonio cultural en cuestión, es decir, la cosmovisión, la filosofía de vida y la organización socio-política propias en el contexto de una comunidad real que las activa. Sería contradictorio ―en todo caso puede ser estratégico con fines espurios al hecho mismo de pertenecer y asumir una cultura a la que grupos y personas afirman representar―, por ejemplo, pretender ser celta, galo, inca o huarpe si en la práctica se vive como ‘occidental-cristiano’, bajo la hegemonía del Vaticano y la filosofía europea, aceptando las reglas socio-políticas y jurídicas de esa u otra cultura invasora. Hoy muchos pregonan ser ‘indígenas’ cuando en realidad no existen como tales, puesto que ese adjetivo es una ficción creada por el invasor para diluir y desvalorizar una única historia humana continental de todos los tiempos, la del hombre. Algunos afirman ser kollas, diaguitas o charrúas pero sienten y afirman ser católicos y occidentales acogiéndose, confundidos, a leyes, condiciones y estructuras del supuesto invasor ‘blanco’.
Esos supuestos invasores ‘blancos’ serían, en la opinión general y sobre todo en el enfoque actual de los mal llamados ‘indígenas’, todos los que no nos asumimos como ‘indígenas’ o de alguna parcialidad en particular. Es decir, quienes, por ejemplo, vivimos en territorio argentino o uruguayo que, sin reconocernos ‘aborígenes’, sin embargo sentimos como ‘nuestra’ a la historia y la cultura de todos los tiempos de este territorio enriquecidas a lo largo de miles de años por el devenir y la presencia de un proceso humano causal del que emergieron, emergen y emergerán incontables manifestaciones culturales y políticas nativas. Es decir, culturas ‘de este lugar’, pero que naturalmente se entrecruzan e inter-influyen, que se han sucedido unas a otras, se suceden y sucederán indefinidamente en el tiempo creando, trasmitiendo y heredando, en ese devenir, un patrimonio común que todos, sin diferencias ni exclusiones, deberíamos asumir como propio por el solo hecho de haber nacido en esta tierra. Por otra parte, claramente es eso lo que hacen y sienten los europeos de cara a su historia y patrimonio cultural. Para ellos no existen dos historias paralelas o contrapuestas, la de los ‘indios’ por un lado (que serían, en el caso de Europa, los antiguos cromagnones, neanderthales, ligures, latinos, celtas, galos, griegos, romanos, etc. o los sami del presente) y, por otro, la de los ’blancos’ (por ejemplo, franceses, alemanes, ingleses u holandeses actuales, que en realidad son más morochos’ que los sami de Suecia). Para los europeos, como debe ser, hay una sola historia y un patrimonio cultural que esa humanidad amasó en el tiempo, que respeta y valora y que, más allá de diferencias ideológicas y políticas, comparten y defienden a nivel continental. Tampoco establecen hitos sustancialmente divisorios de su historia (un ‘antes’ y ‘después’) por el hecho de haber sido también ellos invadidos en alguna instancia ―fue el caso de los llamados ‘Bárbaros’―.
Todo lo cual no obsta a que determinadas sociedades, conformadas en el devenir de la región ―como la gitana, vasca, gallega, etc.―, luchen por alguna autonomía política basada y respaldada en la continuidad de su experiencia como nación cultural, inclusive con su idioma propio, en el contexto de un sistema socio-económico occidental-cristiano-capitalista que ellos en la actualidad comparten obligados o voluntariamente, según el caso.
Llevada esta reflexión a nuestros días, parece extemporáneo y disolvente que, por ejemplo, guaraníes o mapuches de cualquier territorio pretendan ser ‘los invadidos’ a quienes la sociedad o nación argentina (¿nosotros?), ―‘occidentalizada’ por la fuerza en muchos aspectos de su sistema filosófico, político y jurídico― debería ‘devolverles’ la tierra e instituciones políticas tradicionales que los europeos (no nosotros, aunque muchos hayan sido o sean obsecuentes con esa invasión) se apropiaron o destruyeron en su momento. Mal le pese a algunos auto-denominados ‘indios’, los aquí nacidos ayer, hoy y mañana somos todos ‘nativos’ y como tales herederos de una historia, de valores (no de una estructura política en particular porque hubo y habrá miles) y de una filosofía continental milenaria genuina que, entre todos, tenemos el derecho y la responsabilidad de conocer, asumir y tratar de recuperar en la práctica. Recuperar no haciendo proselitismo de tal o cual nación o cultura ―desaparecida o no― emergente antes o después de la invasión, sino sumiendo en el pensamiento y en los hechos los valores y principios que a lo largo de miles de años cristalizaron en esta tierra, como son, por ejemplo, las cosmovisiones (no precisamente ciertas celebraciones, ritos y danzas que se modifican permanentemente, sino la filosofía de vida que las respalda y que es celebrada en encuentros colectivos), la no propiedad privada de la tierra, la mitología propia, la única historia del hombre continental por más invasiones internas o externas que se hayan producido en el continente. En efecto, la invasión de los europeos no fue la única, también los incas y aztecas política y económicamente invadieron naciones autónomas, por mencionar apenas ejemplos más recientes de nuestra milenaria historia humana continental.
Se suele pasar por alto que en los espacios habitados por el hombre se dan procesos causales y zigzagueantes profundamente hilvanados por diferentes estrategias (de las que, gracias a la memoria que el genero Homo desarrolló en el proceso evolutivo, va cristalizando el patrimonio cultural de los pueblos y de la humanidad), activadas, estas estrategias, en íntima relación con el ecosistema en un permanente e inevitable intercambio causado por múltiples causas y motivaciones, entre los grupos próximos o lejanos de distintas vertientes. En este sentido no hay culturas o pueblos ‘originarios’ con exclusión de otros, sino ‘emergentes’ de un complejo proceso humano que continúa. Emergentes de un torrente ―la historia humana planetaria o regional― que genera pensamientos propios, singulares y determinantes en los distintos enclaves y que, en su trayectoria sin fin, se enriquece a través de su íntima relación con el entorno y demás grupos cercanos o distantes, sean estos de donde fueren y vinieren de donde vinieren. Suponer lo contrario ―es decir que los pueblos son endógenos y puros o que tienen una historia paralela y derechos exclusivos basados en una supuesta ascendencia biológica, por otra parte imposible de comprobar― es, como mínimo, ingenuo desde un análisis filosófico-antropológico e histórico.
La historia y el pensamiento o filosofía de un lugar se configura desde lo propio en un necesario intercambio, buscado o no, con lo externo y advenedizo por distintas circunstancias. Esto sucedió tanto en el territorio europeo como en el africano, asiático y el nuestro. La experiencia y el patrimonio humano paraquense y tiahuanacota influyeron, por ejemplo, profundamente en todo el norte argentino-chileno; los gé, kaingang, pano y arawak sobre la floresta brasileña, paraguaya y el Litoral; los incas en todo el sub-continente Sur y también África, Europa y Asia sobre nuestro continente en su totalidad en la medida en que estos últimos, a veces coercitivamente ―como fue el caso de los europeos― ingresaron e ingresan en el torrente milenario de esta tierra para mezclarse de distintas maneras con las estrategias propias del lugar invadido. A partir de allí se generan diversas circunstancias indeseables e injustificables propias de una invasión. Surgen nuevas estrategias de supervivencia presionadas por el poder invasor y al mismo tiempo con el sello explícito o subyacente del patrimonio milenario local. En ese devenir complejo, la historia de un continente o región cambia, se destruye y se enriquece a partir de la experiencia humana que busca siempre el bienestar donde quiera que el hombre despliegue su capacidad creativa y sus deseos de vivir. Es eso lo que nos moviliza como especie y mueve a la humanidad, no simplemente el hecho de reclamar la pertenencia aislada ―y supuestamente incontaminada― a una u otra cultura emergente de ese proceso.
Decir que las culturas y los pueblos que encontraron los invasores europeos son ‘originarios’, puede sonar bien. Pero es riesgoso utilizarlo porque nos retrotrae a una visión dicotómica de nuestra milenaria historia continental que es urgente recuperar porque, efectivamente, es la ‘nuestra’. Probablemente sea mejor decir ‘originarias’ que indias, indígenas o aborígenes, todos ellos términos inadecuados para expresar el concepto o la realidad que se quiere significar ya que en este continente nunca hubo ‘indios’ ni ‘indígenas’ sino simplemente hombres o habitantes protagonistas de un proceso que continúa con los nativos actuales, es decir, con nosotros en tanto plural abarcativo, con todos los nacidos y adoptados ‘aquí’. En todo caso ciertamente hubo y hay indios en la India de Asia. Tampoco ‘aborígenes’ puesto que este término (en latín ab-origine, esto es ‘desde el origen’) debería aplicarse a los hombres que realmente fueron desde el origen de la población ―en nuestro caso, los primeros de la hoy mal llamada América―. Estrictamente el término se refiere a los grupos que ‘primero’ ingresaron por Bering ―o por donde haya sido― hace alrededor de 40.000 años. Ellos realmente iniciaron la aventura del hombre ―y precisamente desde lo que hoy se llama Asia― en nuestra tierra. Ellos nos preceden desde el inicio a todos los hombres que, a partir de aquellos tiempos remotos, hemos nacido o han sido adoptados en esta tierra, sin importar las circunstancias.
Si pudiéramos hablar de cultura o grupo ‘originario’ en algún espacio del planeta, se trataría del primero que hubiera ingresado a ese sitio con el patrimonio cultural que venía generando desde milenios y con el que echó a rodar el proceso abierto que se continúa en los grupos subsiguientes gracias al patrimonio que heredan y que luego transforman, enriquecen o descartan por la fuerza de su experiencia y por su relación selectiva con los diferentes enclaves, el Waj Mapu de los mapuche, la Pacha de los andinos o la Ivy de los guaraníes, que, como bien sabemos, no son estructuras políticas sino filosofía pura, es decir, formas de ver, interpretar y apreciar el universo y la vida.
En el caso de nuestro continente, fueron los asiáticos (denominación circunstancial y arbitraria que designa a los habitantes del espacio hoy denominado “Asia” que, a su vez, provenían de África) quienes, al parecer, primero ingresaron por Bering a nuestra tierra con su patrimonio cultural propio, así como en Europa ingresaron los africanos mientras se dispersaban lentamente hacia el oeste y el norte. De ahí en más, estrictamente ninguna otra cultura es ‘originaria’ de uno u otro espacio o, por el contrario, todas son originarias impulsadas por el torrente histórico que heredan.
Desde los primeros grupos de hombres que habitamos el continente, se conformaron a través del tiempo diversas cosmovisiones y una filosofía de vida original que se ha ido enriqueciendo, y seguirá enriqueciéndose, a pesar de ciertas interrupciones transitorias (¿qué son 500 años en el contexto de 40.000 o más?), a través del tiempo y de la experiencia basada en la filosofía y en el modo de pensar propio de la humanidad continental. Un proceso, por otra parte, que puede cristalizar en breve, mediano o largo plazo
Uno de esos principios filosóficos creados y asumidos por el hombre nativo de esta tierra a través del tiempo es, precisamente, que todos los nacidos y adoptados en un determinado lugar son hijos de la tierra, con todos los derechos y obligaciones que tal realidad conlleva, más allá de la voluntad de uno u otro grupo que pueda pretender la exclusividad, o prioridad, de ese derecho a pertenecer a la tierra por la sola circunstancia de haber nacido en ella. En tal sentido, es tan hijo de esta tierra un selk’nam o aonik’enk de 3000 años atrás, un charrúa de hace 1000 y todos nosotros en la actualidad que también somos fruto de esta tierra, de la Pacha o Ivy en el sentido filosófico más profundo. Sin dejar de tener presente, por supuesto ―y esto vale para todos los continentes― que el hombre nacido en un lugar puede, y de hecho lo hace, renegar de su matriz, es decir, de la Pacha o Mapu, del respeto que debemos al entorno en que se nace: es decir, el espacio vital que comprende la tierra, el aire, el sol, el agua, los vientos y el clima de un determinado lugar con los parámetros filosóficos que en ella cristalizaron y que trascienden las pretensiones de uno u otro grupo o individuo. Ese espacio vital en el que hemos nacido, no por elección, sino por circunstancias fortuitas. Por otra parte, no debe disimularse que no sólo los mal llamados ‘blancos’ transgreden los principios filosóficos tradicionales del continente sino también los mal llamados ‘indígenas’ u ‘originarios’ en la jerga de moda.
Ahora bien, una invasión puntual o circunstancial de no importa qué envergadura u origen y los que se pretenden o suponen ser sus descendientes; un sistema político cualquiera, por más poderoso que sea; una agresión temporal del orden social y simbólico (como es la imposición de un sistema político, filosófico o religioso foráneo) … NO MODIFICAN EL PRINCIPIO FILOSÓFICO-ANTROPOLÓGICO DE MARRAS que está referido al hombre como tal y no a determinados hombres por pertenecer circunstancialmente a una u otra cultura emergente del torrente histórico local.
En este sentido no deben soslayarse dos realidades de peso filosófico y socio-político:
1. Es cierto que desde 1492 comenzó una mortífera INVASIÓN a la humanidad ‘nativa’ por parte de otro continente que usufructuó y usufructúa descaradamente del nuestro, contra lo que ‘TODOS’ deberíamos luchar, sin excepción. Una invasión que continúa a través de estrategias aparentemente sutiles pero profundas, como es lo cultural globalizador en sus expresiones filosóficas y religiosas, y burdas como es el condicionamiento económico a nivel internacional.
2. Esta Invasión es AL HOMBRE COMO TAL. Al hombre que habitaba el continente en el siglo XV, a los hombres que nacieron hasta el XVIII, a nosotros hoy y al de mañana. Esta invasión continuará si no nos sacudimos juntos el yugo. No se trata de una invasión al “indio” (que, como afirmamos, nunca existió ni existe en el continente), o al afroamericano, al criollo o gaucho… sino invasión al hombre como tal desde un centro de poder que, en este caso, nos sigue sometiendo mientras nosotros nos desgastamos peleando o discutiendo entre nosotros para dejar sentado quién es primero y quién tiene más derecho sobre los recursos, la tierra y su filosofía. Cuando en realidad todos somos hijos de la misma tierra que nuestra filosofía milenaria conceptualizó maravillosamente en el mito de la Pacha Mama o Mapu. TODOS TENEMOS LOS MISMOS DERECHOS Y OBLIGACIONES POR SER HOMBRES, por haber nacido en esta PACHA.
La estrategia básica del invasor es, precisamente, hacernos caer en la trampa de las peleas y divisiones internas y en la discusión académica de quiénes tienen más derechos sobre el patrimonio continental. Mientras no lo entendamos seguiremos sometidos, unos social y económicamente y la mayoría cultural y filosóficamente, sobre todo en el aspecto religioso y educativo que, en forma sutil o burda, son todavía alienantes y en beneficio de un centro de poder foráneo que ni siquiera respeta el origen que se atribuye, es decir, en su líder Jesús, que ―al menos según el tenor de los escritos bíblicos― jamás se impuso a nadie y ni siquiera fue proselitista y menos invasor, a lo sumo discutió abiertamente con el poder establecido y con los hipócritas dando testimonio de algo con lo que se puede o no estar de acuerdo, como sucedió por ejemplo con Mahoma, Gandhi, el Che Guevara y tantos otros.
No referirse a los pueblos de origen anterior a la invasión del siglo XVI con el término ‘originarios’ no significa menospreciar la historia de nuestros antepasados, su contenido cultural y su presencia actual en nuestra historia. Historia que, como afirmamos, no empieza con ellos sino con los primeros hombres que ingresaron al continente hace muchos miles de años y que se continúa en la actualidad con nosotros, los nativos, los nacidos ‘aquí’. Tampoco los europeos consideran ‘originarios’ a los ligures, latinos, celtas, galos, griegos o romanos sino simplemente ‘sus antepasados’ de una única historia que empieza para ellos con el ingreso del Homo sapiens arcaico hace alrededor de un millón de años. Pero nuestro sistema educativo ―inventado e impuesto por el invasor y paradójicamente sostenido todavía― y nosotros mismos somos de tan corta mirada con relación a la humanidad de nuestro continente de todos los tiempos que hablamos de dos historias, la de los ‘indios’ y la ‘nuestra’. Hablamos de ‘prehistoria’ si se trata de antes de la invasión, y de ‘historia’ si nos referimos al período colonial y republicano.
Una única historia continental, la del hombre. Presupuesto válido tanto para la Europa invasora y, a veces, invadida como para nuestra América invadida y mancillada con un nombre que nada tiene que ver con la trayectoria cultural de nuestra humanidad y con la simbología que produjo a través de los milenios.
Ya lo dijo Martín Fierro con sus palabras: “mientras nos peleamos los de adentro nos devoran los de afuera”. Es preciso levantar nuestra mirada hacia el pasado, palpitar el ingreso a esta tierra de nuestros primeros antepasados y admirar sus estrategias, simples y contundentes, lo cual no significa reproducirlas estructuralmente. Urge dignificar nuestra mirada hacia el presente y el futuro próximo asumiendo nuestra única historia en función de un compromiso que nos involucre a todos en la búsqueda de un estilo de vida propio, emergente y basado en la filosofía milenaria de nuestro continente, es decir, en el ‘pertenecer a la tierra’ y no en el ‘ser dueños de la tierra’; en el ser solidarios entre nosotros en tanto hombres y no de tal o cual parcialidad; solidarios frente a la agresión congénita de los occidentales cebados por nuestra riqueza humana y de la naturaleza; en el imperativo de ser libres y mancomunados en un pensamiento y estrategias creativas ante un ‘primer’ mundo que puja por dividirnos de mil maneras para reinar y desvalorizarnos y hacernos creer (a veces lo creemos) que estamos bien porque recibimos limosnas, sus espejitos y cuentitas de colores a costa de nuestra libertad de elegir cómo queremos ser y hacia dónde queremos ir.
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