Desde lo filosófico y antropológico, estrictamente no existen culturas y pueblos originarios en esta tierra o, por el contrario, son todos originarios. A lo sumo se podría decir que determinadas culturas emergieron del proceso humano local ‘antes de la invasión occidental’. Pero inclusive los actuales habitantes del continente ―mal llamado ‘América’― y sus culturas, por más influencias de Europa, África y Asia que hayan incorporado en su reciente devenir, son legítimamente ‘originarios’. ’Originarios’ aunque desde lo biológico se sepa o se presuma que la ascendencia de sus protagonistas no surge de alguna línea de vertientes humanas anteriores a la invasión europea o  no se  tenga conciencia de ello.

Sin duda un fenómeno complejo y discutible el del entrecruzamiento de personas que cristalizó, no en los últimos siglos, sino a lo largo de milenios y en todo el planeta, desde el origen de la humanidad. Más aún, que cristaliza ahora y cristalizará en el futuro, sobre todo si se tiene en cuenta que estos diversos emergentes se dieron y se dan con influencias y entrecruzamientos internos y territorialmente foráneos, a veces difíciles de detectar, en especial cuando media alguna invasión compulsiva en algún momento del proceso histórico local como sucedió abiertamente entre los siglos XV y XVIII y continúa sucediendo de forma intensa a raíz de la movilidad planetaria y la globalización compulsiva.

Lo que sucedió, sucede y sucederá en nuestro continente o en cualquier otro, sobre todo en Europa ―si bien intenta disimularlo con su típico eurocentrismo y xenofobia puritana― es un proceso dinámico, causal, zigzagueante y de permanente entrecruzamientos, influencias e intercambios de la humanidad que habita ese o cualquier otro continente o región, como puede ser, por ejemplo, América en general o La Patagonia y el Litoral argentino en particular.

Por otra parte, la ascendencia o descendencia cultural de un individuo o de un grupo no está determinada por lo ‘biológico’ (si así fuera estaríamos aceptando la existencia de razas en una continuidad biológica substancial, lo que científicamente y por el sentido común, es inaceptable). En efecto, somos todos igualmente hombres y no existe el ‘mestizaje’ biológico sino simplemente encuentro o entrecruzamiento de personas, sean estas del mismo color o no, del mismo o de distintos continentes o con igualdades y diferencias de otro tipo. La identidad cultural no es hereditaria, aunque parezca o así se lo suponga ingenua o interesadamente. Se define por lo estrictamente cultural y el compromiso de los individuos y los grupos con el patrimonio y la tradición de la tierra o lugar en que se nace o se es adoptado. Es decir, por el hecho de que un individuo o un pueblo (se tenga la ascendencia biológica que se pretenda tener, lo cual no determina supuestas ascendencias) viva y asuma ‘prácticamente’, sin proselitismos ni reclamos de exclusividades anacrónicas, lo vertebral del patrimonio cultural en cuestión, es decir, la cosmovisión, la filosofía de vida y la organización socio-política propias en el contexto de una comunidad real que las activa. Sería contradictorio ―en todo caso puede ser estratégico con fines espurios al hecho mismo de pertenecer y asumir una cultura a la que grupos y personas afirman representar―, por ejemplo, pretender ser celta, galo, inca o huarpe si en la práctica se vive como ‘occidental-cristiano’, bajo la hegemonía del Vaticano y la filosofía europea, aceptando las reglas socio-políticas y jurídicas de esa u otra cultura invasora. Hoy muchos pregonan ser ‘indígenas’ cuando en realidad no existen como tales, puesto que ese adjetivo es una ficción creada por el invasor para diluir y desvalorizar una única historia humana continental de todos los tiempos, la del hombre. Algunos afirman ser kollas, diaguitas o charrúas pero sienten y afirman ser católicos y occidentales acogiéndose, confundidos, a  leyes, condiciones y estructuras del supuesto invasor ‘blanco’.

Esos supuestos invasores ‘blancos’ serían, en la opinión general y sobre todo en el enfoque actual de los mal llamados ‘indígenas’, todos los que no nos asumimos como ‘indígenas’ o de alguna parcialidad en particular. Es decir,  quienes, por ejemplo, vivimos en territorio argentino o uruguayo que, sin reconocernos ‘aborígenes’, sin embargo sentimos como ‘nuestra’ a la historia y la cultura de todos los tiempos de este territorio enriquecidas a lo largo de miles de años por el devenir y la presencia de un proceso humano causal del que emergieron, emergen y emergerán incontables manifestaciones culturales y políticas nativas. Es decir, culturas ‘de este lugar’, pero que naturalmente se entrecruzan e inter-influyen, que se han sucedido unas a otras, se suceden y sucederán indefinidamente en el tiempo creando, trasmitiendo y heredando, en ese devenir, un patrimonio común que todos, sin diferencias ni exclusiones, deberíamos asumir como propio por el solo hecho de haber nacido en esta tierra. Por otra parte, claramente es eso lo que hacen y sienten los europeos de cara a su historia y patrimonio cultural. Para ellos no existen dos historias paralelas o contrapuestas, la de los ‘indios’ por un lado (que serían, en el caso de Europa, los antiguos cromagnones, neanderthales, ligures, latinos, celtas, galos, griegos, romanos, etc. o los sami del presente) y, por otro, la de los ’blancos’ (por ejemplo, franceses, alemanes, ingleses u holandeses actuales, que en realidad son más morochos’ que los sami de Suecia). Para los europeos, como debe ser, hay una sola historia y un patrimonio cultural que esa humanidad amasó en el tiempo, que respeta y valora y que, más allá de diferencias ideológicas y políticas, comparten y defienden a nivel continental. Tampoco establecen hitos sustancialmente divisorios de su historia (un ‘antes’ y ‘después’) por el hecho de haber sido también ellos invadidos en alguna instancia ―fue el caso de los llamados ‘Bárbaros’―.

Todo lo cual no obsta a que determinadas sociedades, conformadas en el devenir de la región ―como la gitana, vasca, gallega, etc.―, luchen por alguna autonomía política basada y respaldada en la continuidad de su experiencia como nación cultural, inclusive con su idioma propio, en el contexto de un sistema socio-económico occidental-cristiano-capitalista que ellos en la actualidad comparten obligados o voluntariamente, según el caso.

Llevada esta reflexión a nuestros días, parece extemporáneo y disolvente que, por ejemplo,  guaraníes o mapuches de cualquier territorio pretendan ser ‘los invadidos’ a quienes la sociedad o nación argentina (¿nosotros?),  ―‘occidentalizada’ por la fuerza en muchos aspectos de su sistema filosófico, político y jurídico―  debería ‘devolverles’ la tierra e instituciones políticas tradicionales que los europeos (no nosotros, aunque muchos hayan sido o sean obsecuentes con esa invasión) se apropiaron o destruyeron en su momento. Mal le pese a algunos auto-denominados ‘indios’, los aquí nacidos ayer, hoy y mañana somos todos ‘nativos’ y como tales herederos de una historia, de valores (no de una estructura política en particular porque hubo y habrá miles) y de una filosofía continental milenaria genuina que, entre todos, tenemos el derecho y la responsabilidad de conocer, asumir y tratar de recuperar en la práctica. Recuperar no haciendo proselitismo de tal o cual nación o cultura ―desaparecida o no― emergente antes o después de la invasión, sino sumiendo en el pensamiento y en los hechos los valores y principios que a lo largo de miles de años cristalizaron en esta tierra, como son, por ejemplo, las cosmovisiones (no precisamente ciertas celebraciones, ritos y  danzas que se modifican permanentemente, sino la filosofía de vida que las respalda y que es celebrada en encuentros colectivos), la no propiedad privada de la tierra, la mitología propia, la única historia del hombre continental por más invasiones internas o externas que se hayan producido en el continente. En efecto, la invasión de los europeos no fue la única, también los incas y aztecas política y económicamente invadieron naciones autónomas, por mencionar apenas  ejemplos más recientes de nuestra milenaria historia humana continental.

Se suele pasar por alto que en los espacios habitados por el hombre se dan procesos causales y zigzagueantes profundamente hilvanados por diferentes estrategias (de las que, gracias a la memoria que el genero Homo desarrolló en el proceso evolutivo, va cristalizando el patrimonio cultural de los pueblos y de la humanidad), activadas, estas estrategias, en íntima relación con el ecosistema en un permanente e inevitable intercambio causado por múltiples causas y motivaciones, entre los grupos próximos o lejanos de distintas vertientes. En este sentido no hay culturas o pueblos ‘originarios’ con exclusión de otros, sino ‘emergentes’ de un complejo proceso humano que continúa. Emergentes de un torrente ―la historia humana planetaria o regional― que genera pensamientos propios, singulares y determinantes en los distintos enclaves y que, en su trayectoria sin fin, se enriquece a través de su íntima relación con el entorno y demás grupos cercanos o distantes, sean estos de donde fueren y vinieren de donde vinieren. Suponer lo contrario ―es decir que los pueblos son endógenos y puros o que tienen una historia paralela y derechos exclusivos basados en una supuesta ascendencia biológica, por otra parte imposible de comprobar― es, como mínimo, ingenuo desde un análisis filosófico-antropológico e histórico.

La historia y el pensamiento o filosofía de un lugar se configura desde lo propio en un necesario intercambio, buscado o no, con lo externo y advenedizo por distintas circunstancias. Esto sucedió tanto en el territorio europeo como en el africano, asiático y el nuestro. La experiencia y el patrimonio humano paraquense y tiahuanacota influyeron, por ejemplo, profundamente en todo el norte argentino-chileno; los gé, kaingang, pano y arawak sobre la floresta brasileña, paraguaya y el Litoral; los incas  en todo el sub-continente Sur y también  África, Europa y Asia sobre nuestro continente en su totalidad en la medida en que estos últimos, a veces coercitivamente ―como fue el caso de los europeos―  ingresaron e ingresan en el torrente milenario de esta tierra para mezclarse de distintas maneras con las estrategias propias del lugar invadido. A partir de allí se generan diversas circunstancias indeseables e injustificables propias de una invasión. Surgen nuevas estrategias de supervivencia presionadas por el poder invasor y al mismo tiempo con el sello explícito o subyacente del patrimonio milenario local. En ese devenir complejo, la historia de un continente o región cambia, se destruye y se enriquece a partir de la experiencia humana que busca siempre el bienestar donde quiera que el hombre despliegue su capacidad creativa y sus deseos de vivir. Es eso lo que nos moviliza como especie y mueve a la humanidad, no simplemente el hecho de reclamar la pertenencia aislada ―y supuestamente incontaminada― a una u otra cultura emergente de ese proceso.

Decir que las culturas y los pueblos que encontraron los invasores europeos son ‘originarios’, puede sonar bien. Pero es riesgoso utilizarlo porque nos retrotrae a una visión dicotómica de nuestra milenaria historia continental que es urgente recuperar porque, efectivamente, es la ‘nuestra’. Probablemente sea mejor decir ‘originarias’ que indias, indígenas o aborígenes, todos ellos términos inadecuados para expresar el concepto o la realidad que se quiere significar ya que en este continente nunca hubo ‘indios’ ni ‘indígenas’ sino simplemente hombres o habitantes protagonistas de un proceso que continúa con los nativos actuales, es decir, con nosotros en tanto plural abarcativo, con todos los nacidos y adoptados ‘aquí’. En todo caso ciertamente hubo y hay indios en la India de Asia. Tampoco ‘aborígenes’ puesto que este término (en latín ab-origine, esto es ‘desde el origen’) debería aplicarse a los hombres que realmente fueron desde el origen de la población ―en nuestro caso, los primeros de la hoy mal llamada América―. Estrictamente el término se refiere a los grupos que ‘primero’ ingresaron por Bering ―o por donde haya sido― hace alrededor de 40.000 años. Ellos realmente iniciaron la aventura del hombre ―y precisamente desde lo que hoy se llama Asia― en nuestra tierra. Ellos nos preceden desde el inicio a todos los hombres que, a partir de aquellos tiempos remotos, hemos nacido o han sido adoptados en esta tierra, sin importar las circunstancias.

Si pudiéramos hablar de cultura o grupo ‘originario’ en algún espacio del planeta, se trataría del primero que hubiera ingresado a ese sitio con el patrimonio cultural que venía generando desde milenios y con el que echó a rodar el proceso abierto que se continúa en los grupos subsiguientes gracias al patrimonio que heredan y que luego transforman, enriquecen o descartan por la fuerza de su experiencia y por su relación selectiva con los diferentes enclaves, el Waj Mapu de los mapuche, la Pacha de los andinos o la Ivy de los guaraníes, que, como bien sabemos, no son estructuras políticas sino filosofía pura, es decir, formas de ver, interpretar y apreciar el universo y la vida.

En el caso de nuestro continente, fueron los asiáticos (denominación circunstancial y arbitraria que designa a los habitantes del espacio hoy denominado “Asia” que, a su vez, provenían de África) quienes, al parecer, primero ingresaron por Bering a nuestra tierra con su  patrimonio cultural propio, así como en Europa ingresaron los africanos mientras se dispersaban lentamente hacia el oeste y el norte. De ahí en más, estrictamente ninguna otra cultura es ‘originaria’ de uno u otro espacio o, por el contrario, todas son originarias impulsadas por el torrente histórico que heredan.

Desde los primeros grupos de hombres que habitamos el continente, se conformaron a través del tiempo diversas cosmovisiones y una filosofía de vida original que se ha ido enriqueciendo, y seguirá enriqueciéndose, a pesar de ciertas interrupciones transitorias (¿qué son 500 años en el contexto de 40.000 o más?), a través del tiempo y de la experiencia basada en la filosofía y en el modo de pensar propio de la humanidad continental. Un proceso, por otra parte, que puede cristalizar en breve, mediano o largo plazo

Uno de esos principios filosóficos creados y asumidos por el hombre nativo de esta tierra a través del tiempo es, precisamente, que todos los nacidos y adoptados en un determinado lugar son hijos de la tierra, con todos los derechos y obligaciones que tal realidad conlleva, más allá de la voluntad de uno u otro grupo que pueda pretender la exclusividad, o prioridad, de ese derecho a pertenecer a la tierra por la sola circunstancia de haber nacido en ella. En tal sentido, es tan hijo de esta tierra un selk’nam o aonik’enk de 3000 años atrás, un charrúa de hace 1000 y todos nosotros en la actualidad que también somos fruto de esta tierra, de la Pacha o Ivy en  el sentido filosófico más profundo. Sin dejar de tener presente, por supuesto ―y esto vale para todos los continentes― que el hombre nacido en un lugar puede, y de hecho lo hace, renegar de su matriz, es decir, de la Pacha o Mapu, del respeto que debemos al entorno en que se nace: es decir, el espacio vital que comprende la tierra, el aire, el sol, el agua, los vientos y el clima de un determinado lugar con los parámetros filosóficos que en ella cristalizaron y que trascienden las pretensiones de uno u otro grupo o individuo. Ese espacio vital en el que hemos nacido, no por elección, sino por circunstancias fortuitas. Por otra parte, no debe disimularse que no sólo los mal llamados ‘blancos’ transgreden los principios filosóficos tradicionales del continente sino también los mal llamados ‘indígenas’ u ‘originarios’ en la jerga de moda.

Ahora bien, una invasión puntual o circunstancial de no importa qué envergadura u origen y los que se pretenden o suponen ser sus descendientes;  un sistema político cualquiera, por más poderoso que sea; una agresión temporal del orden social y simbólico (como es la imposición de un sistema político, filosófico o religioso foráneo) … NO MODIFICAN EL PRINCIPIO FILOSÓFICO-ANTROPOLÓGICO DE MARRAS que está referido al hombre como tal y no a determinados hombres por pertenecer circunstancialmente a una u otra cultura emergente del torrente histórico local.

En este sentido no deben soslayarse dos realidades de peso filosófico y socio-político:

1.     Es cierto que desde 1492 comenzó una mortífera INVASIÓN a la humanidad ‘nativa’ por parte de otro continente que usufructuó y usufructúa descaradamente del nuestro, contra lo que ‘TODOS’ deberíamos luchar, sin excepción. Una invasión que continúa a través de estrategias aparentemente sutiles pero profundas, como es lo cultural globalizador en sus expresiones filosóficas y religiosas, y burdas como es el condicionamiento económico a nivel internacional.

2.     Esta Invasión es AL HOMBRE COMO TAL. Al hombre que habitaba el continente en el siglo XV, a los hombres que nacieron hasta el XVIII, a nosotros hoy y al de mañana. Esta invasión continuará si no nos sacudimos juntos el yugo. No se trata de una invasión al “indio” (que, como afirmamos, nunca existió ni existe en el continente), o al afroamericano, al criollo o gaucho… sino invasión al hombre como tal desde un centro de poder que, en este caso, nos sigue sometiendo mientras nosotros nos desgastamos peleando o discutiendo entre nosotros para dejar sentado quién es primero y quién tiene más derecho sobre los recursos, la tierra y su filosofía. Cuando en realidad todos somos hijos de la misma tierra que nuestra filosofía milenaria conceptualizó maravillosamente en el mito de la Pacha Mama o Mapu. TODOS TENEMOS LOS MISMOS DERECHOS Y OBLIGACIONES POR SER HOMBRES, por haber nacido en esta PACHA.

La estrategia básica del invasor es, precisamente, hacernos caer en la trampa de las peleas y divisiones internas y en la discusión académica de quiénes tienen más derechos sobre el patrimonio continental. Mientras no lo entendamos seguiremos sometidos, unos social y económicamente y la mayoría cultural y filosóficamente, sobre todo en el aspecto religioso y educativo que, en forma sutil o burda, son todavía alienantes y en beneficio de un centro de poder foráneo que ni siquiera respeta el origen que se atribuye, es decir, en su líder Jesús, que ―al menos según el tenor de los escritos bíblicos―  jamás se impuso a nadie y ni siquiera fue proselitista y menos invasor, a lo sumo discutió abiertamente con el poder establecido y con los hipócritas dando testimonio de algo con lo que se puede o no estar de acuerdo, como sucedió por ejemplo con Mahoma, Gandhi, el Che Guevara y tantos otros.

No referirse a los pueblos de origen anterior a la invasión del siglo XVI con el término ‘originarios’ no significa menospreciar la historia de nuestros antepasados, su contenido cultural y su presencia actual en nuestra historia. Historia que, como afirmamos, no empieza con ellos sino con los primeros hombres que ingresaron al continente hace muchos miles de años y que se continúa en la actualidad con nosotros, los nativos, los nacidos ‘aquí’. Tampoco los europeos consideran ‘originarios’ a los ligures, latinos, celtas, galos, griegos o romanos sino simplemente ‘sus antepasados’ de una única historia que empieza para ellos con el ingreso del Homo sapiens arcaico hace alrededor de un millón de años. Pero nuestro sistema educativo ―inventado e impuesto por el invasor y paradójicamente sostenido todavía― y nosotros mismos somos de tan corta mirada con relación a la humanidad de nuestro continente de todos los tiempos que hablamos de dos historias, la de los ‘indios’  y  la ‘nuestra’. Hablamos de ‘prehistoria’ si se trata de antes de la invasión, y de ‘historia’ si nos referimos al período colonial y republicano.

Una única historia continental, la del hombre. Presupuesto válido tanto para la Europa invasora y, a veces, invadida como para nuestra América invadida y mancillada con un nombre que nada tiene que ver con la trayectoria cultural de nuestra humanidad y con la simbología que produjo a través de los milenios.

Ya lo dijo Martín Fierro con sus palabras: “mientras nos peleamos los de adentro nos devoran los de afuera”. Es preciso levantar nuestra mirada hacia el pasado, palpitar el ingreso a esta tierra de nuestros primeros antepasados y admirar sus estrategias, simples y contundentes, lo cual no significa reproducirlas estructuralmente. Urge dignificar nuestra mirada hacia el presente y el futuro próximo asumiendo nuestra única historia en función de un compromiso que nos involucre a todos en la búsqueda de un estilo de vida propio, emergente y basado en la filosofía milenaria de nuestro continente, es decir, en el ‘pertenecer a la tierra’ y no en el ‘ser dueños de la tierra’; en el ser solidarios entre nosotros en tanto hombres y no de tal o cual parcialidad; solidarios frente a la agresión congénita de los occidentales cebados por nuestra riqueza humana y de la naturaleza; en el imperativo de ser libres y mancomunados en un pensamiento y estrategias creativas ante un ‘primer’ mundo que puja por dividirnos de mil maneras para reinar y desvalorizarnos y hacernos creer (a veces lo creemos) que estamos bien porque recibimos limosnas, sus espejitos y cuentitas de colores a costa de nuestra libertad de elegir cómo queremos ser y hacia dónde queremos ir.

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Es probable que las generaciones de americanos que directa o indirectamente  protagonizaron en la década de 1992 el intento de rechazar o de conmemorar el quinto centenario del 12 de octubre de 1492 recuerden conmocionados, escépticos o vagamente interesados, el hecho de que en aquella década del siglo XX nuestro Continente  y  Europa –no así los demás continentes– se debatían en una curiosa pero significativa discusión en torno al contenido y significado de esa conmemoración. Debate que, sin duda, se mantiene al rojo vivo en ciertos sectores de la sociedad. ¿Debe o no festejarse  el arribo absolutamente casual de tres barquitos europeos a un inmenso continente que ‘ellos’ desconocían? ¿Qué acontecimientos de aquella circunstancia merecerían hoy  la atención de la humanidad y por qué? ¿Quiénes deberían festejar? ¿Qué fue realmente aquel desembarco? ¿Descubrimiento, conquista, invasión o qué…?

De hecho, en 1992, la conmemoración occidental fue ignorada por Asia, África y Oceanía y despertó un relativo interés en el ‘viejo’ y  ‘nuevo’ mundo. ‘Nuevo’, por supuesto, según la caracterización que impusieron políticos, historiadores y antropólogos de aquel supuesto ‘viejo’ mundo, en todo caso no más viejo, o quizá más joven, que África y Asia. El hecho es que en la península Ibérica –sobre todo los naturales de Andalucía, plataforma de lanzamiento de la fiebre del ‘descubrimiento’– durante todo el año 1992 celebraron su ‘hazaña’ de quinientos años atrás con rimbombantes artículos y programas televisivos, con una pretenciosa Exposición Internacional en Sevilla, placas y monumentos alusivos, ceremonias religiosas católicas de acción de gracias y ‘fiel’ reconstrucción de las tres famosas carabelas y su botadura en la que, por alguna distracción de los constructores, una de ellas terminó rápidamente en el fondo del mar ante la mirada, entre suspicaz y trágica, de miles de espectadores que se consolaban cuchicheando por lo bajo “¡menos mal que no se hundieron las de Colón, de lo contrario no estaríamos festejando todo el oro, plata, madera, conversiones, especias, mano de obra regalada, esclavos, tierras, materia prima de todo tipo, preciosas obras de arte… que, ‘con nuestro generoso esfuerzo’, logramos salvar del anonimato y salvajismo trayéndolas a nuestra tierra y, de ese modo, cimentar el gran imperio español en ciernes de aquella época,  llegar  a ser lo grande que somos y, de paso, civilizar a los primitivos y salvajes del nuevo mundo!”

Tengo plena conciencia de que frente a la persistente euforia y despliegue europeo respecto de su supuesto ‘descubrimiento’ de nuestro continente no hubo coincidencias en las reacciones de distintos sectores del planeta, ni entonces –siglos XV-XVI– y menos ahora. Por el contrario, fue como el detonante de un disenso que se profundiza día a día entre quienes buscan sacar a luz la realidad de los hechos y aquellos que defienden a ultranza un status quo impostado, es decir ‘mentiroso’, que les permite seguir usufructuando América y ‘festejar’ una especie de titularidad de algo que ellos sienten todavía como propio frente al mundo. ¡La bendita ‘madre’ patria! En todo caso, madre  perversa, dominante,  esclavista,  extractiva y filicida tras la fascinante –para ellos– máscara de civilización y evangelización compulsiva.

En efecto, no pocas voces críticas y ‘aguafiestas’ del triunfalismo europeo –español, inglés, francés, holandés o portugués, poco importa, todos europeos– se hicieron oír a lo largo de 519 años. Durante el sometimiento no sólo los teólogos y filósofos Francisco de Vitoria (1486-1546), Francisco Suárez (1548-1617), Melchor Cano (1509-1560), Luis de León (1527-1591), Bartolomé de Las Casas (1474-1566), Pedro de Aragón, Antonio de Montesinos (+ c. 1526), Juan de Mariana (1536-1624) y Fernando de Santillán (1570) entre otros en la misma Europa– anatematizaron el accionar y la fabulación argumental de los ‘conquistadores’ sino que siempre, también en la actualidad, personas, grupos y científicos neutrales o críticos, distantes o cercanos a los intereses que motorizaron la invasión, censuraron entonces, y desaprueban ahora, los supuestos derechos y pretensiones de España y demás países asociados para el permanente despojo y humillación de la humanidad de la mal llamada América.

Como muestra del disenso baste recordar que en 1982, apenas diez años antes del quinto centenario de la invasión, representantes sudamericanos ante las Naciones Unidas (seguramente ‘despistados’ y obsecuentes) propusieron emitir una resolución por la cual desde ese organismo se honrara oficialmente al explorador, comerciante (fue el primer europeo esclavista y buscador de oro en el continente) y artificialmente místico Cristóbal Colón. El gesto, que pretendió ser simbólico, desató una espectacular batahola entre los miembros de las Naciones Unidas. El embajador de Irlanda adujo que un monje irlandés del siglo VI había sido el primero en ‘descubrir’ este continente, mucho antes de que se llamara América. El de Islandia aseveró airadamente que fue el vikingo Leif  Ericson quien llegó al nuevo mundo 500 años antes que Colón. Los delegados africanos reivindicaron para sí ¿por qué no? la gesta, y así otros.

Según el antropólogo y arqueólogo norteamericano Kenneth Feder, “aquel debate en gran medida fue irónico” aunque oculta, sin duda, una polémica de fondo que condiciona substancialmente la ‘hazaña’ en sí y la cascada de  conclusiones a la que los europeos arribaron después de su fortuito desembarco en octubre de 1492. Efectivamente, ¿quiénes descubrieron en realidad a este continente? Un interrogante que también podríamos plantear para Europa. De todos modos, con relación a nuestro continente, no importa demasiado sostener la prioridad de los viajes de Colón o creer que exploradores portugueses hicieron recaladas en el continente unas décadas antes que aquel; o considerar a Madoc, noble inglés, llegando al continente norte en 1170; ni tampoco resulta significativo aceptar la exploración vikinga alrededor del 1000 o los reclamos del monje irlandés Brendan atribuyéndose la gesta en el siglo VI europeo o que marineros chinos  estuvieran hace  alrededor de 1500 años o que se hallen razonables los reclamos de una presencia celta hace unos 2500 años o de Libia hace 5000 antes de la era europeo-cristiana.

Sean cuales fueren las pretensiones de uno u otro, los habitantes nativos de nuestro continente ya estaban aquí desde por lo menos 40 mil años antes del casual desembarco europeo. Estaban perfectamente organizados para recibir a los extranjeros llegados de cualquier lugar y época. Por lo tanto es a ellos, sin metáfora, a quienes debe otorgárseles, de pleno derecho, el título de ‘descubridores’ de esta porción del planeta. Ellos fueron quienes iniciaron –como en otros tiempos otros hombres en África, Asia, Europa y Oceanía– una auténtica historia continental tejida con la permanente creación de estrategias que les hicieran posible vivir satisfactoriamente y de acuerdo a sus expectativas.

Hace 80, 50 ó 25 mil años (en realidad poco importa la antigüedad y la fecha, lo significativo es el acontecimiento en sí) pequeños grupos de nuestra especie, desprendidos accidentalmente de congéneres que habían llegado al Ártico tras una fascinante dispersión desde África, traspusieron los hielos que unían ambas masas continentales o, quizá, lo hicieron transitando el fondo nada profundo de un estrecho que, seco transitoriamente por efecto de las glaciaciones, se ofrecía como ruta abierta para lograr recursos y refugios. A partir de aquel acontecimiento fundacional, aquellos ‘hombres’ (no primitivos ni  ‘salvajes’) se abrieron a la  experiencia sin retorno de crear para sí condiciones de vida aceptables en el orden material y simbólico. Poco a poco generaron diferentes estrategias para alimentarse, reposar y encontrar explicación a los fenómenos circundantes en el contexto de ecosistemas cálidos o fríos, montañosos, desérticos o selváticos. Surgieron, entonces, distintos modos de ser de núcleos que, en forma lenta, progresiva y zigzagueante –tal como sucedió en las demás regiones del planeta–, arribaron a sistemas culturales diferentes íntimamente relacionados con el hábitat.

Desde hace muchos miles de años el hombre ‘americano’, el mismo que se desplazaba por las sabanas de África, las estepas de Asia o valles y montañas de Europa, buscó, imaginó, experimentó y creó caminos por donde transitar la existencia. Por eso llegó a fabricar variedad de utensilios que, de rudimentarios en aquellos días lejanos arribaron a sofisticados en la actualidad; a crear métodos de caza, pesca, horticultura; a inventar formas de curar sus dolencias y entender el dinamismo de los astros; a descubrir la pintura, agricultura, cerámica, escultura, tejeduría, metalurgia y ciencias en distintos órdenes; a crear, hace dos mil años, el “0” e implementar calendarios en función del dominio del tiempo, de sus fiestas y de su producción agrícola-ganadera. Poco a poco, impulsado por sus propias expectativas y por el creciente número de habitantes, el hombre de este continente se fue organizando con estructuras cada vez más complejas y verticales hasta llegar a espectaculares señoríos, reinados, confederaciones e imperios de una solidez asombrosa, como fue el caso de los mayas, iroqueses, mochicas, aztecas, incas o diaguitas, por mencionar apenas  unos pocos contemporáneos de la invasión europea. Eran hombres y como tales también generaban conflictos, guerras y todo tipo de disputas que subrayaban, precisamente, su condición de humanos tras una sobrevivencia digna y satisfactoria. Una mirada retrospectiva del devenir continental (por cierto todavía poco conocido) nos faculta, sin duda, a discutir la antigüedad y las vías de ingreso del Homo sapiens, y muchas cosas más que la historia y arqueología se encargan de elucidar con sus investigaciones. Pero lo incuestionable es que a partir del 1492 del calendario ‘occidental’ comenzó a desembarcar en el continente una avalancha de grupúsculos europeos que, con relativa facilidad, aplastaron con armas y ‘convencieron’ ideológicamente a los habitantes nativos, transmutando o exterminando su cultura amasada con ingenio y esfuerzo a través de miles de años. Un genocidio y culturicidio sin par en la historia universal, aunque todavía apenas se tenga conciencia de semejante aberración de un continente invasor paradójicamente autodenominado “cristiano”

Europa, con su poder, estrategias, experiencia y conocimientos de muchos milenios, se enfrentó alocadamente, sin reflexionar en la medida de su capacidad, a una humanidad libre, inexperta en la guerra, ajena a la traición, desprevenida y sumamente hospitalaria. Muchos analistas, desnaturalizando aquella intervención, ingenuamente todavía interpretan que se trató de ‘civilización’, ‘evangelización’ y de un ‘encuentro’ de culturas. Pero sabemos que sólo fue invasión, prepotencia de unos pocos sobre una mayoría indefensa (sólo tenían arcos, flechas, lanzas y piedras o palos, sin organización estratégica) que ni siquiera imaginaba un golpe mortal.

En la distancia del tiempo parece increíble que tantos habitantes (como mínimo setenta millones), culturas, naciones y confederaciones perfectamente organizadas hayan sucumbido en tan corto plazo a manos de unos pocos invasores ansiosos y cargados de compulsivos designios, algunos de ellos disfrazados de ‘ideales’ divinos inexplicablemente fanáticos y proselitistas. En tal sentido se podrían enumerar varias razones explicativas de orden mítico, táctico, estratégico militar y político-religioso, pero al menos mencionaremos dos de ellas que parecerían ser condicionantes y explicativas de los sucesos. Una del orden práctico y otra del ideológico. Es decir, por un lado los reinos ibéricos tenían la urgencia de resolver problemas políticos y económicos internos y externos causados por la atomización de la península y su guerra contra la ocupación árabe; por otro, la sociedad europea, sobre todo ibérica, protagonista de aquellos desembarcos era, o se consideraba a sí misma, “católica”, esto es, consustanciada  formalmente con una institución religiosa imperial cuya cosmovisión  mesiánica y  configuración expansionista –como lo expresa su propia auto denominación católica, que en griego significa universal– condicionaba profundamente a las conciencias y estados de esa época.

Ambos poderes, el político-militar (España y Portugal en el comienzo, Inglaterra y demás estados poco después) y el institucional religioso (Vaticano y sectores heterodoxos, todos hambrientos de proselitismo barato) desencadenaron e impulsaron una determinada manera de relación que originó y justificó equívocos, prejuicios, aberraciones, omisiones y errores garrafales tanto en su accionar cuanto en la interpretación y transmisión oral y escrita del mundo cultural, político y mítico al que habían arribado por azar y que se transformaría en golpe de suerte ‘para ellos’  y letal para los nativos. Recuérdese, como muestra, el patético y cruel  “Requerimiento” que durante el siglo XVI los recién llegados leían en castellano o latín (¡) a los nativos para someterlos con la consiguiente destrucción si no se sometían.

Aquellos europeos de diferentes estratos sociales que se lanzaron a la aventura caliente del ‘descubrimiento’ de oro, riquezas manufacturadas, materias primas, tierras y poder (algún tipo de poder, no importaba cuál) y hermosas mujeres ‘complacientes’ ―vistas desde los prejuicios hipócritas de los occidentales― no vieron o no quisieron ver, ni transmitieron con objetividad las realidades complejas que iban encontrando en su tenaz avance por la periferia e interior del continente. Recién en el siglo XX, y con más claridad en los últimos cuarenta años, se han podido activar criterios objetivos de investigación arqueológica, histórica y lingüística, en consecuencia también una adecuada corrección de las distorsiones y una justa apreciación del mundo que encontraron los diferentes agentes y protagonistas de la invasión. Un mundo vastísimo en culturas, población, organización social, ciencia, arte y tecnología que, sin embargo, los arribados ignoraron o disimularon quebrándolo irremediablemente. A pesar de incuestionables adelantos historiográficos, el sistema educativo se resiste todavía  a asumir como propia la historia global y milenaria de nuestro continente y desde allí realizar una lectura científica del devenir de los hechos.

Desde aquel 12 de octubre de hace poco más de quinientos años, los europeos pretendieron ‘descubrir’ lo que ya existía en proceso desde por lo menos 400 siglos; cerraron los ojos ante la magnitud de la población nativa de más de 70 millones de habitantes, que luego diezmaron o sometieron cruelmente, según el caso, en función de sus designios; despreciaron el desarrollo y logros tecnológicos de las diversas culturas, desplazándolos prepotentemente por los suyos en nombre de su civilización; destruyeron sistemas sociales y religiosos locales sustentados por cosmovisiones generalmente simples, poéticas, originales y coherentes, aunque muy distintas a la mitología europea; informaron y transmitieron herméticamente a la posteridad una realidad distorsionada por su visión eurocéntrica e interesada que, de hecho, justificó teológica, política y filosóficamente el genocidio, esclavitud, culturicidio y expoliación de materias primas, bienes y arte elaborados primorosamente. Sólo recuérdese lo que el artista alemán Alberto Durero consignó en sus Memorias (alrededor del 1525) al apreciar las múltiples obras que Cortés robó y envió al emperador Carlos V: Nada de cuanto viera anteriormente había alegrado tanto mi corazón. Los objetos que del nuevo país del oro –se refiere a nuestro continente, ya entonces considerado “país del oro”– han sido traídas al rey, comprenden, entre otros, un sol de oro macizo, ancho como los dos brazos extendidos, y una lámina de plata maciza de la misma anchura. También hay dos salas llenas de armas de todas clases, corazas y otros objetos extraordinarios, más bellos que maravillas. Algunos revelan un arte sorprendente, a tal punto que me quedé estupefacto ante el sutil ingenio de los habitantes de esos lejanos países.

Hoy, gracias a la superación de ciertos prejuicios generados por el invasor y, sobre todo, gracias a la investigación y conclusiones de ciencias como la arqueología, antropología, etnografía, lingüística e historia, podemos y debemos reformularnos preguntas cuyas respuestas modifican profundamente el concepto que tenemos del invasor, de nosotros mismos y de la historia y cultura de nuestro continente. Ante el consumado fenómeno de la drástica irrupción europea en 1492, en cierto sentido también positiva e irreversible en algunos aspectos, cabe preguntarse quiénes eran unos y otros, vencedores y vencidos; cuáles fueron los profundos condicionamientos ideológicos y religiosos que hicieron y hacen posible todavía una relación destructiva y traumática a nivel intercontinental. En efecto, sabemos que las desproporciones continúan. Baste recordar las condiciones y rechazo que los europeos manifiestan cuando se trata de migración de americanos a sus países y el trato humillante de que son objetos. Olvidan la avalancha de invasores europeos delincuentes, perversos, fanáticos, prepotentes, violadores, esclavistas y autoritarios a nuestras tierras durante más de 5 siglos.

En efecto, más allá de la ideología de cada uno  resulta sumamente saludable preguntarse quiénes eran y quiénes son realmente los nativos y los europeos, vencidos y vencedores. Cómo vivían y se comportaban unos y otros en sus diferentes hábitat. Cómo y cuáles eran y son sus respectivas cosmovisiones y religiosidad, es decir, su manera propia de concebir, ver e interpretar el universo, el mundo, la vida y la muerte. En fin, los habitantes del continente ¿eran y somos, como se dijo, salvajes… y los europeos civilizados? ¿o simplemente diferentes?

No se trata de comparar dos mundos distintos o de  contraponerlos en función de legitimar a uno y reprobar o descalificar al otro, sino de reconocer sin prejuicios que existían y existen formas opcionales de configurar y transmitir estrategias (historia y cultura) que hacen más placentera y significativa la vida de los hombres en los distintos enclaves del planeta. Reconocimiento elemental, de hoy y  de ayer,  que debería generar una sana actitud de respeto de unas culturas hacia otras, aceptando las diferencias en pie de igualdad, por más grandes que sean estas diferencias. Teniendo en cuenta, además, que cada continente tuvo y tiene su propia historia a partir del momento en que el hombre recaló en él desplegando sus potencialidades por el sólo hecho de ser hombre y no ‘africano’ o ‘europeo’, ‘cristiano’, ‘musulmán’ o creyente de la cosmovisión andina.

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Introducción

¿Desde qué mirada captar hoy los ecos de los imperialismos en el mundo? ¿A qué sectores de la humanidad se suelen proponer como sujeto de este análisis? ¿Por qué y para qué se quieren reconocer a supuestas víctimas y consecuencias de los imperialismos? ¿Hoy, por ejemplo, realmente se quieren poner en evidencia a los imperios del ‘primer mundo’ o de las transnacionales? ¿Para diluirlos y superarlos a nivel planetario (quizá una utopía ingenua) o con el fin implícito de desentrañar los mecanismos que ya no son efectivos para mantener alguna hegemonía que haga todavía posible la expansión territorial, económica, cultural y religiosa o la primacía aberrante de unos sobre otros y la extracción de recursos a costa de poblaciones directa o indirectamente sometidas?

Si se tratara de investigar los ecos del clásico e inmemorial imperialismo europeo ejercido en África; en América a partir de 1492 o en otros sectores del planeta en distintos momentos, habría que analizar ante todo POR QUÉ la predisposición casi congénita de ‘Occidente’ (y de sus actuales discípulos) para invadir de algún modo tierras y gente que no son de su incumbencia y que ni siquiera pertenecen a su territorio. A sectores que por diversas circunstancias aparecen como más frágiles desde lo tecnológico y defensivo pero absolutamente con los mismos derechos y obligaciones y con diferencias culturales legítimas y respetables. ¿Es todavía necesario insistir en que no hay culturas superiores e inferiores, de un ‘primer’ y ‘segundo’ mundo, sino simplemente diferentes? En fin, ¿por qué Europa y otros empedernidos invasores contemporáneos en su devenir no se conforman consigo mismos, a pesar de considerarse  ‘inteligentes’?

Las excusas estratégicas y los argumentos filosóficos aducidos para justificar semejante endemia enfermiza –que para ellos resultan ‘saludables’– objetivamente son falsos y sofisticados. Ahora bien, la respuesta de por qué Europa, ahora también EE.UU del Norte, en su relación con el resto de planeta ‘es como es’ se perfila tan obvia que pasa desapercibida. En efecto, el pequeño subcontinente y los Estados del Norte de América desaparecerían como tales si no intentaran expandirse permanentemente. Al menos así lo creen desde su supuesta superioridad cultural y socio-política. En efecto, desaparecerían por falta de recursos que sostengan esa ‘superioridad’ suponiendo ellos, en su inconsciente o subconsciente colectivo, que caerían en manos de pueblos emergentes potencialmente ‘enemigos’. Es decir, en manos de naciones jóvenes, fuertes y con recursos ilimitados, como son en la actualidad los de Asia, África y América que, en realidad, no tienen la más mínima intención de invadir a nadie.

Considero que en el caso específico del continente americano, no sería tan importante analizar ‘los ecos o consecuencias de los imperialismos’ que la sometieron y siguen sometiendo de manera solapada sino PORQUE Europa y EE.UU. del Norte, en sus respectivos procesos histórico-culturales, por cierto admirables en muchos aspectos, tuvieron y siguen teniendo la vocación y habilidad para someter a otros pueblos.

Los ecos o consecuencias vigentes de los imperialismos, al menos en América y África, son obvios. En realidad están a la vista para quienes quieran verlos en cientos de manifestaciones que no requieren estadísticas.

Ecos de los imperialismos en la mal llamada[1] ‘América’

La propuesta específica del presente trabajo puede parecer hiperbólica y distante respecto de una mirada retrospectiva de los últimos 5 siglos de vil dependencia del continente americano y de su coyuntura  actual. Sin embargo en él se esboza una crítica radical al sistema socio-político y cultural impuesto por el invasor y a la historiografía clásica vigente y actuante que, directa o indirectamente,  justifica y apuntala profundamente tal sometimiento.

La propuesta apunta también a re-significar el Patrimonio histórico-cultural milenario propio, de tal modo que dicho análisis crítico incida tanto en el sistema político y educativo como en la vida concreta del individuo y de la sociedad protagonista, por cierto densamente engañada respecto de la estructura y del contenido de su auténtico patrimonio histórico-cultural, todavía velado por el invasor occidental.

No se intenta discutir posiciones ideológicas e historiográficas sino tomar conciencia de la dependencia actual, siendo el objetivo subyacente buscar caminos o pistas que, más allá de diferencias étnicas, sociales, políticas, ideológicas interiores y de emergentes coyunturales, la propuesta movilice a enfrentar de forma constante y solidaria una realidad que, en sus efectos, es ‘crítica’. Crisis que, en mi análisis, trasciende los síntomas actuales y es endémica en la base misma de las estructuras socio-políticas y económicas impuestas estratégicamente por el invasor occidental y también endémica en la mentalidad de la población, es decir, en una particular predisposición a pensar, interpretar, generar y juzgar el devenir de los fenómenos humanos del continente desde la mirada del invasor hábilmente inoculada a partir del siglo XVI.

Presupuestos a tener en cuenta

Para evitar confusiones semánticas y filosóficas enunciaré algunos presupuestos que contribuyan al análisis y críticas pertinentes, tanto de la realidad continental cuanto del presente trabajo.

El primero es estrictamente histórico. Mal le pese a un importante sector de americanos, nuestro continente, impropiamente llamado ‘América’ o ‘nuevo mundo’ (en todo caso ‘nuevo’ para los planes del invasor), tiene como mínimo 40.000 años de historia. Una única, larga y fascinante historia de presencia humana que se inició al ingresar ―ya con un patrimonio estratégico común al resto de la humanidad en dispersión― desde Eurasia  los primeros grupos de hombres en un remoto tiempo sin fecha. Desde entonces se registra en el continente una sola historia que, aunque se haya intentado e intente quebrarla y ocultarla para usufructo de un sistema poderoso, subyace y continúa viva en la actualidad.

Ahora bien, en el contexto de ese milenario proceso histórico, solo hace 500 años (!) se produjo un incidente traumático, esta vez sí con fecha y nombre (1492/comienzo de la invasión europea). No fue precisamente el ‘descubrimiento’ del continente, como todavía se consigna en ensayos y textos escolares y se enseña y obliga a festejar con un día feriado, sino la aparición fortuita de exploradores foráneos (no prevista en las capitulaciones de los monarcas con Colón) y la consiguiente imposición compulsiva de un sistema socio-político-económico y cultural extranjero a una población de más de 70 millones de habitantes en aquel momento. El ‘choque’ de tres barcos europeos con islas del Caribe, marcó el inicio de una debacle y ocultamiento filosófico, político, económico y religioso inimaginable. Al descender aquellos tripulantes a las playas caribeñas, ignoraban por completo (en general se sigue ignorando) el torrente humano milenario y cultural que palpitaba y palpita desde Alaska al Cabo de Hornos. Más aún, ignoraban ―luego ocultaron― el proceso anterior por el que lentamente habían evolucionado sus habitantes diseminados de sur a norte. Aquellos intrusos despistados ni siquiera podían sospechar la variedad de naciones, sus 200 familias lingüísticas y más de mil idiomas dialectales; sus singulares estrategias de vida, su ciencia, agricultura, arte en orfebrería, cerámica y pintura, escultura monumental, observatorios astronómicos, magníficos centros de gobierno y de culto íntimamente relacionados, pirámides y ciudades de hasta 200.000 habitantes, estilos de vida diferentes y contrastantes, como pueden ser la azteca y guaraní o selk’nam y quechua.

Curiosamente, aquellos navegantes sólo captaron qué significaría para ellos haber encontrado ‘de casualidad’ un mundo distinto al de ellos, henchido de materias primas, especias, riquezas manufacturadas, tierras fértiles, y, en especial, mano de obra gratuita y ‘almas’ (es decir, personas) para convertirlas a un sistema de vida occidental dogmático y profundamente distorsionado. Lo cual resultaría letal para el universo cultural  del continente, sobre todo para su organización socio-política y su economía.

El segundo presupuesto es del orden de la metodología en historia. Más allá de ideologías, factores de poder político y religioso o de supuestas ascendencias biológicas, en éste o en cualquier otro continente, ‘todo es historia’. Es decir, todo lo humano que acontece y el proceso en sí de no importa qué grupo y qué lugar del planeta. Por ejemplo, es tan historia lo que pensaron, sintieron y actuaron los charrúas y mapuches (naciones nativas de Argentina) para defenderse de los invasores, cuanto lo que hicieron y sintieron los españoles, portugueses, ingleses, mercenarios y criollos en su accionar para desalojarlos y apropiarse de sus territorios. Lo mismo debe decirse de lo sucedido en Europa ―por ejemplo con las invasiones ‘Bárbaras’― o en cualquier otro continente. Ambas realidades, la del invadido y la del invasor, configuraron el proceso, pero ciertamente los invadidos con más derechos que los otros (aunque sucumbieran) y los últimos con más poder (por eso se impusieron) que los primeros. Inclusive, en la distancia y nebulosa de aquellos hechos desfigurados por los registros arbitrarios e incompetentes del vencedor, es posible que muchos de los nacidos posteriormente en esta tierra, por diversas razones ideológicas, religiosas o afectivas, se identifiquen más con los invasores que con los invadidos, o vise versa… Sin embargo ‘todo es historia regional o continental’ puesto que el proceso, desde el siglo XV en adelante, lo produjo la humanidad protagonista en su conjunto, obviamente en el presupuesto de que, respecto de lo acontecido en América antes y desde el siglo XV, invasores e invadidos eran y son hombres, cuestión sobre la que se insistirá más adelante.

El tercer presupuesto es una simple constatación. Para quienes hemos nacido en este continente, prescindiendo ahora de la categoría ‘tiempo’ (es decir, en qué momento: 20, 50, 500 o 10.000 años antes del presente) y prescindiendo de lo que hemos aprendido en el sistema impuesto desde hace sólo cinco siglos, nuestra auténtica historia es la  protagonizada por el hombre  desde que ingresó al continente hace más de 40.000 años, pasando también, pero no especialmente, por las circunstancias de la invasión de otro continente y de otra cultura. Aclaro que con la expresión ‘sistema invasor’ me refiero a lo político, económico,  filosófico, artístico y religioso o, en un término más amplio,  a lo cultural en tanto suma de las estrategias de vida y no sólo al hecho de la apropiación territorial.

El cuarto y último presupuesto es del orden filosófico y político. El componente substancial que determinó el destino de ‘América’ a partir del siglo XV hasta el presente, es que el invasor, desde una posición obsesivamente eurocéntrica y a medida que estructuraba estrategias y las ejecutaba con una lógica artificial al servicio de esos objetivos, consideró que en el continente no había hombres ni cultura. En consecuencia, tampoco auténtica filosofía, cosmovisiones, ética, idiomas, territorialidad, naciones y organización social. En definitiva concluyeron que aquí no existían verdaderos protagonistas y sujetos de una historia legítima y respetable, una humanidad con derechos adquiridos.

En nuestro continente solemos identificar con acierto los efectos y síntomas de la crisis; manejamos centenares de estadísticas escalofriantes sobre corrupción, pobreza, hambre, marginalidad, desocupación, analfabetismo, dependencia y obsecuencia de los gobernantes frente al más fuerte (antes fue Europa como tal, ahora el ‘primer mundo’ financiero). Sin menospreciar las investigaciones sociológicas sobre crisis y carencias, se debería ahondar y enfrentar con más seriedad las raíces y los mecanismos que las generan y que mantienen sumergida a la sociedad continental, paradójicamente en un contexto de territorios extremadamente ricos en recursos humanos y naturales.

En cuanto a la especificidad de la crisis de referencia, ella no es estrictamente de estructuras políticas y económicas sino de actitudes, de mentalidad y de perspectiva histórica en la conciencia de la sociedad que, de hecho, constituyen el camino a la crisis. Todo lo cual podría traducirse sociológica y psicológicamente por crisis de identidad.

Por diversas circunstancias, internas y externas, los analistas nativos del continente se conforman con describir síntomas coyunturales que suelen atribuirse a manejos económicos internacionales y a malos gobiernos locales, lo cual, en parte, es cierto. Por eso, en términos generales, desde que América es ‘teóricamente’ libre en tanto conjunto de Repúblicas Soberanas, siempre se ha considerado que la crisis y sus síntomas se superarían si la humanidad local fuera fiel (‘sustentable’) al sistema político occidental-democrático-cristiano-capitalista y si encontrara las personas adecuadas que la ‘salven’, hipótesis que inexorablemente se esfuma gestión tras gestión política, sin negar por ello esporádicos y circunstanciales intentos, como el de Cuba y Bolivia en la actualidad y muchos otros en tiempos pasados.

En este punto es legítimo preguntarse ¿Que salven quiénes al continente, de qué y para qué? En efecto, los que gobernaron durante el siglo de la invasión, en el período colonial y a partir de la emancipación política, y los que pretenden ahora conducir América… no fueron ni son entelequias o extraterrestres. Por el contrario, desde la rápida conformación del entrecruzamiento humano múltiple, todos los americanos fueron y son emergentes de un mismo sistema educativo configurado con pautas y rígidos parámetros filosóficos occidentales. Es decir, cuando históricamente, por ejemplo, argentinos o brasileños asumen el gobierno, se hayan formado no importa en qué establecimiento y hayan dicho lo que hayan dicho durante la campaña pre-electoral, terminan ateniéndose a la manera de pensar del invasor claudicando en favor de intereses foráneos y de privilegiados locales que en nada representan los derechos, las expectativas y las urgencias de la sociedad mayoritaria como tal. Sigue la dependencia, con la sensación de una frustración cada vez mayor, mientras hábilmente se hace creer al conjunto de los habitantes ―y lo creen a pie juntillas― que son y pertenecen al mundo histórico-cultural occidental al que, según esa hipótesis, la humanidad americana le debería todo.

Lo  cual  hace  pensar  que  existen realidades condicionantes muy profundas y una mentalidad en la población misma que, se haga lo que se haga, el continente se mantendrá sumergido y dependiente. Más aún, en decadencia si de autodeterminación, dignidad, equidad social y soberanía se trata. Descubrir esas realidades y su incidencia en el inconsciente individual y colectivo es condición sine qua non para captar y ‘empezar’ a superar las causas de la crisis, no importa si a corto, mediano o largo plazo.

He perfilado dos afirmaciones implícitas que deseo subrayar explícitamente para no perderlas de vista. Por un lado que nuestra crisis no es de ahora, como resultado de imperialismos recientes o incoherentes y, por otro, que es importante captar su ‘especificidad’ y apuntar a sus raíces para superarla. En síntesis, una crisis que perdura igual a sí misma desde que Europa logró trasplantar masivamente su sistema socio-político y filosófico para apropiarse del continente, de su gente y de sus recursos con el agravante de que sus habitantes, a sabiendas o no, le hicieron y hacen el juego a esa situación endémica enfermiza. ¿Por qué esta pasividad, en especial en los que asumen el rol de políticos y educadores?

Aunque muchos la disimulan, nadie ignora la circunstancia real de la irrupción fortuita de Europa en este continente ―al menos según la versión más difundida del hecho, porque hay fundamentos para afirmar que Colón y los reyes, más allá de sus dudas, conocían muy bien su objetivo que debía disimularse ante los demás reinos y estados de Europa― y los objetivos vertebrales que generó y se propuso lograr aquella sociedad invasora. Todas las crónicas y documentos de la invasión, empezando por los de Colón[2], expresan con asombrosa claridad la voluntad de apropiación y usufructo que, en el término de 300 años, metódica y  pacientemente consiguieron inocular en la mentalidad del hombre nativo emergente, ignorando perversa y descaradamente la historia milenaria y logros de la humanidad continental, por cierto ‘diferentes’ a los europeos.

El primer documento auténtico de la irrupción sugiere sin hipérbole la envergadura de la humanidad local y, además, diseña el accionar del invasor y el futuro de la relación entre Europa y el continente encontrado fortuitamente (o no).

“Porque sé (escribe Colón a los reyes) que os complacerá conocer la gran victoria que nuestro señor me ha dado en mi  viaje (por decisión propia resuelve que ‘su victoria’ se la ha dado su dios: un buen argumento para engañar a los pacíficos y simples) os escribo ésta por la cual sabréis cómo llegué a las indias donde hallé muchas islas muy pobladas (debe tenerse en cuenta que el navegante había capitulado con los reyes para explorar, comercializar y eventualmente tomar posesión de tierras no gobernadas por príncipe cristiano, en Asia y no en ‘américa’). De todas ellas he tomado posesión en nombre de sus altezas (primer designio germinal: apropiación indebida, ya que fueron conscientes desde el primer momento que el continente estaba habitado por la especie humana). Envié dos hombres tierra adentro que anduvieron tres jornadas y hallaron infinitas poblaciones pequeñas e infinidad de gentes, temerosos sin remedio (esto reafirma la desfachatez de los recién llegados de pura casualidad). Sin embargo cuando se sienten seguros y pierden el miedo se muestran tan sin engaño y liberales de lo que tienen, tanto  que (…) si se les pide algo, jamás dicen que no a cosa alguna que tengan, antes bien  convidan a la persona y demuestran tanto amor que darían los corazones… Y esto no se debe a que son ignorantes, sino de muy sutil ingenio, son hombres que navegan por todos aquellos mares y es una maravilla ver cómo ellos dan cuenta de todo… (Este comentario elogioso del almirante adquiere mayor relieve si se tiene en cuenta que ignoraba todavía sus ciencias, arquitectura, arte, calendarios, tecnología, idiomas, etc.) Estas islas son de desear y de nunca dejar (el deseo permanece latente en la sociedad global de occidente, lo viven como algo natural). De todas he tomado posesión en nombre de sus altezas… En conclusión y ciñéndome a lo que se ha hecho en este (primer) viaje, pueden ver sus altezas que les daré todo el oro que hubiere menester (única obsesión de Colón), especias, algodón, resina, linaza y esclavos idólatras (debe leerse: esclavos ‘porque son idólatras’), tantos cuantos mandaren cargar (segundo designio: extracción ilimitada). Así pues nuestro redentor (obviamente un ‘redentor’ perverso, discriminatorio, inexistente) otorgó esta victoria a nuestros ilustrísimos rey y reina y toda la cristiandad debe alegrarse, hacer grandes fiestas y con solemnes plegarias dar gracias por el alto merecimiento de que tantos pueblos se tornen a nuestra santa fe (tercer designio: conversión compulsiva) así como por los bienes temporales que no solo España sino todos los cristianos obtendrán de aquí. Esto,  en breve, es todo…”

Así lo resumió el navegante Colón en carta a los reyes desde las Islas Canarias el 15 de febrero de 1493. En síntesis, un proyecto embrionario que implicó tres conceptos y objetivos claves: apropiación del territorio, extracción de bienes  y  pacificación o conversión compulsiva de las personas a un sistema simbólico y político foráneo. Todo lo cual, aunque pierde fuerza, continúa en plenitud

De tal modo que una vez inmersa Europa en el proceso de ‘apropiación’ de territorios y bienes, de ficticia ‘civilización’ y ‘pacificación’, tanto la puja entre los poderes europeos instalados como sistema, cuanto los re-acomodamientos políticos locales digitados desde Europa ―incluidas las emancipaciones subsiguientes de los siglos XVIII y XIX― no se modificó en absoluto aquella voluntad inicial de extracción y de dominio irrestricto que impusieron e imponen de forma más o menos burda o velada según las circunstancias. Estrategias que encontramos sutil o burdamente justificadas en el sistema educativo y en sus herramientas de trasmisión.

Se debería entender que, en un sentido realista los americanos de hoy, como hace 500 o 300 años,  somos los mal llamados ‘indios’ de ayer y que la voluntad del autoproclamado primer mundo es someternos a la condición de masa o población sumisa, productiva y pacificada (vale decir, no rebelde a sus intereses). Población aceptada con una serie de diferencias internas que la ‘asemejan’ a la europea (ricos/pobres, universitarios/no universitarios, grandes empresarios/mayoría trabajadora, gobernantes/gobernados, católicos/no-católicos) pero bajo la estricta condición subyacente de que se mantenga humilde, o sea, manejable, pacífica y ‘barata’ en el ámbito internacional.

Históricamente nada ha cambiado de fondo, sí en la forma. En efecto, mientras los sistemas filosófico, cosmovisional, político y religioso impuestos desde el comienzo de la invasión permanezcan substancialmente los mismos y la sucesión de gobernantes republicanos sigan adscriptos a postulados filosóficos y a condicionamientos europeos, los hechos emergentes apenas constituyen ‘anécdotas’ sintomáticas, acciones y actores en un escenario controlado desde el ‘primer mundo’. Detrás del devenir de estos fenómenos (algunos escandalosos otros sobresalientes) subyacen dos realidades muy densas que, para entender lo que pasa en América, no se deberían perder de vista.

La primera realidad es la ininterrumpida invasión, que, por su origen filosófico y estratégico, está en la base de nuestra historiografía y del sistema educativo desde el siglo XV. Yo diría en nuestra mentalidad y forma de ser. La segunda, subyacente, es la aceptación a-crítica del sistema filosófico, político, religioso y educativo impuesto, como si así debiera ser porque, según se piensa y se dice, los americanos portan sangre, costumbres y apellidos  supuestamente europeos, identificándose en los hechos con el invasor.

Parecería que los habitantes del continente de hoy y de ayer no tienen claro quiénes son los invasores y quiénes los invadidos. A sabiendas o no, se da por descontado que en la condición de ‘invadidos’ sólo estaba y está la población mal llamad ‘india’ u ‘originaria’ (los vencidos de la primera hora) y no conjuntamente nativos aborígenes, criollos e inmigrantes de distinta procedencia (mientras fueron inmigrantes, porque ahora todos son nativos por adopción o nacimiento), por el hecho de ser habitantes de este continente. Entonces, queriendo o sin querer, filosófica y operativamente, la mayoría de la población se sitúa en el bando de los invasores, si bien todos son tan dependientes como los habitantes nativos de la etapa colonial. En tal sentido no se debería perder de vista que el operativo ‘conquista’ del continente iniciado en 1492 tuvo y tiene dos dimensiones invasoras o imperialistas profundamente involucradas entre sí que siguieron presentes en todo el proceso hasta la actualidad, sobre todo a través de la filosofía y la educación.

Por un lado la dimensión  político-militar que se manifiesta en casi todos los documentos de época pero que está perfectamente reflejada en el Requerimiento real de 1513 para ser leído a los pueblos que iban encontrando a su paso. Entre otras barbaridades expresa: “Vos ruego e requiero reconozcáis a la iglesia por señora e superiora del universo, é al sumo pontífice en su nombre, é al rey é a la reyna como señores e superiores… si así no hiciéredes… con el ayuda de dios entraré poderosamente contra vosotros e vos traeré guerra por todas partes, é vos subjetaré al yugo e obediencia de la iglesia é de sus altezas e tomaré vuestras personas é vuestras mujeres e hijos é los haré esclabvos e como tales los venderé, é tomaré vuestros bienes, é vos haré todos los males e daños que pudiere…”. Es obvia la conjunción estratégica de ambos poderes en función de sus objetivos.

Por otro lado, la dimensión ideológica, basada en principios filosóficos dogmáticos tanto de los griegos y romanos clásicos cuanto del período imperial hasta el Renacimiento. A partir de estos principios, irresponsablemente Europa neutralizó y desvalorizó las cosmovisiones locales y su  filosofía en tanto diabólicas y erróneas.

Además de estas dos dimensiones,  pilares de la invasión aunque no excluyentes, se dio un fenómeno grave y sutil ―la distorsión epistemológica de la historiografía― que debe destacarse en tanto motor subyacente de la endemia. Esto es, los invasores, desde Europa y ya instalados en América, discontinuaron la milenaria y fecunda historia local a partir de un silogismo absolutamente falso que cimentaron en una ‘lógica ficticia’ y en una supuesta ‘voluntad providencial’ de su dios. De esa manera, y a pesar de unas pocas voces europeas en contra (Suárez, Las Casas, Pedro de Aragón, Motolinía y Montaigne, entre otros), torcieron el eje histórico-cultural de este continente derivándolo hacia  Europa de modo de convencerse a sí mismos y a los nativos que el continente les pertenecía por derecho, porque estaba vacío de gente o, a lo sumo, sólo habitado por ‘salvajes’ sin cultura. Para imponer tal aberración debieron destruir y tapar metódicamente los sistemas filosóficos, socio-políticos, económicos y culturales autóctonos, imponiendo los propios a cualquier costo. Lo hicieron mediante crueles estrategias militares, prepotencia religiosa, implantación compulsiva de sus idiomas y del sistema educativo vertical concebido desde sus parámetros filosóficos y metodológicos. Por eso no es casual sino ‘causal’ que el americano (con excepciones cada día más numerosas) suponga vagamente que en nuestro continente no había ni hay verdaderos idiomas nativos y tampoco filosofía, cosmovisiones, ciencia, tecnología, arte y auténtica política. Todo fue tapado con un gran velo que extendieron desde Alaska al Cabo de Hornos. Baste recordar los textos escolares en que fueron ‘formados’ docentes y alumnos. En ellos apenas se menciona la inconmensurable realidad del proceso histórico-cultural nativo previo, contemporáneo y posterior a la invasión propiamente dicha.

En última instancia la gente ―inclusive intelectuales e historiadores― egresada de un sistema filosófico y educativo concebido en la Europa invasora (con lo cual no se niegan sus propios valores culturales, generados por y para ellos), da por sentado que aquí no había verdaderos hombres protagonistas de una historia milenaria sino ‘indios’, es decir, salvajes, brutos e infieles. En realidad se acepta esa hipótesis ingenuamente (casi sin culpa) porque los americanos vivimos imbuidos de una densa historiografía, literatura clásica y presupuestos teóricos basados en un sofisma hábilmente estructurado por teólogos y filósofos de pensamiento medieval-renacentista eurocéntrico.

Es importante captar la estructura y el mecanismo interno del sofisma subyacente que, en la práctica, adoptó diferentes formulaciones estratégicas en consonancia con la sorpresa inicial y los objetivos emergentes del invasor. O sea, según se trate de apropiarse, esclavizar, explotar, legislar o convertir. Fijemos la atención en dos ejemplos claves. El lector podrá detectar muchos otros:

Cuando los europeos aparecimos en este continente no había hombres cabales sino salvajes e infieles, en consecuencia no había historia ni cultura; es así que el hombre ingresó con nosotros  en 1492; por lo tanto a partir de esa fecha se inicia la verdadera historia y cultura en este continente.

Otra versión de este perverso, tenaz y hábil silogismo, presentado como ‘salvación’ de la sociedad nativa original y de las emergentes después de la invasión, es la siguiente:

Los europeos ‘descubrimos’ un continente vacío, sin príncipe cristiano, es decir, sin dueño; es así que la tierra de nadie pertenece al ‘primi capienti’ y al papa representante de su dios dueño absoluto de todo; por lo tanto en adelante este continente es nuestro por derecho natural y divino.

Esta convicción de la sociedad europea en su conjunto (desde el papa y rey hasta campesinos y criadores de cerdos como los Pizarro), entre muchos hechos lamentables motivó la bula Inter caetera rerum del corrupto Alejandro VI firmada de urgencia el 4 de mayo de 1493 para anticiparse, aunque no lo logró, a una feroz guerra interna de intereses. Esta bula ―y las cuatro siguientes― constituyó la defunción de la autonomía de nuestro continente. Entre otras barbaridades expresa: “Nos, alabando en el Señor vuestro santo propósito (…) deseando que el nombre del Salvador sea introducido en aquellas partes … determinándoos a proseguir por completo… semejante expedición… debéis inducir los pueblos (que allí viven) recibir la profesión católica. (para lo cual) motu propio…, de nuestra mera liberalidad y de plenitud de potestad todas las tierras  firmes descubiertas o por descubrir … por la autoridad de Dios omnipotente concedida a nosotros en san Pedro y por la del vicario de Jesucristo que representamos en la tierra con todos los dominios de la misma, con ciudades, fortalezas, lugares, villas y todas sus pertenencias… para siempre, según el tenor de las presentes, donamos, concedemos y asignamos y deputamos señores de ellas (¡casualmente, las tierras de nuestro continente!) con plena y omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción”[3].

Como sabemos, a este tipo de razonamiento en filosofía académica se lo denomina ‘sofisma’ puesto que por lo menos una de sus proposiciones o premisas es absolutamente falsa, resultando errónea su conclusión aunque parezca correcta. En este caso la premisa falsa es que en el siglo XV europeo “aquí no había gente, ni tampoco historia, cultura, ética y derechos”, o sea, no había humanidad ni devenir humano genuino y autosuficiente, aportando infinidad de argumentaciones ilegítimas o falsas para sustentar semejante aberración: gente desnuda, caníbal, supersticiosa y ¡horror! ignorante del dios y costumbres europeas.

He sugerido apenas la irresponsabilidad y falacia de las fuentes clásicas que  sostienen este sofisma en la historiografía y la enseñanza tradicional. No quiero significar que en ellas no se digan verdades o no se transmitan hechos concretos más o menos reales, es decir,  tal cual los vieron y juzgaron quienes produjeron esos documentos y crónicas. Mi crítica va más allá sin descalificar por completo esos datos que pueden servir relativamente y sólo como referencia novelesca de cualquier intento de etnografía. El análisis apunta a invalidar substancialmente el enfoque de todos los documentos de la invasión y de la mayoría de sus comentaristas posteriores. Apunta a invalidar sus objetivos y el método historiográfico en cuanto siempre resultan  distorsionantes, superficiales y falaces. No tanto por las mentiras y fantasías ―que las dicen copiosamente―, cuanto por estar basadas en aquellos sofismas de marras construidos por la avidez mesiánica y económica de la civilización occidental-cristiana.

Repito, la premisa falsa del invasor es que en el continente no había hombres ni historia ―tan hombres y tan historia como en Europa―, ni tampoco cultura ―tan legítima, aunque diferente, como la greco-latina-occidental-cristiana―. Partiendo de esa premisa arribaron a perversas conclusiones que generaron el tenor homogéneo de los informes, ensayos, teorías y estrategias disfrazadas  de ‘alta’ filosofía y teología ‘salvadora’ (¿de qué?).  Préstese atención a dos ejemplos: Tomás Ortiz, obispo de Darién y el teólogo Juan Ginés de Sepúlveda (circa 1540) sostenían, contra los pocos intelectuales que reclamaban la autonomía del continente ‘descubierto’, que “Los indios son siervos a natura; contando de ellos y de su incapacidad tantos vicios y torpezas  se les hace beneficio en quererlos domar, tomar y tener por esclavos”. Más recientemente, siglo XIX,  el religioso italiano Juan Bosco, con el apoyo incondicional del Vaticano y el gobierno argentino, daba desde Roma las siguientes directivas a los miembros de su congregación por entonces establecida en el Sur: “Sólo a la iglesia católica le está reservado el honor de amansar la ferocidad de esos salvajes (se refiere a ona, tehuelche y mapuche). Para alcanzar tan noble fin, se ha convenido con el papa Pío IX y el metropolitano argentino el siguiente plan: fundar colegios y hospicios en las principales ciudades de aquellas tierras y rodear con nuestras fortalezas (o sea, las famosas  misiones, que han desaparecido porque europeos y criollos aniquilaron a esas tres naciones) a la Patagonia, recoger a los jóvenes indígenas en esos asilos de paz y caridad, atraer principalmente a los hijos de los bárbaros o semi-bárbaros e instruirlos cristianamente de modo que por su medio penetremos en aquellas regiones y abramos  así la fuente de la verdadera civilización y progreso”. Por supuesto, en los dos casos se activa una mirada consubstanciada con la del sistema invasor.

Sin embargo, en la Europa de entonces ―y por supuesto aquí― hubo reacciones en contra de esa hipótesis, lo cual  revela a las claras que eran conscientes de haber encontrado ‘de casualidad’ una auténtica humanidad y de la pulsión que los llevaba al genocidio y apropiación indebida. El teólogo Pedro de Aragón sostenía en el siglo XVI: “ningún rey y ningún emperador ni la iglesia romana incluso bajo el pretexto de predicar el evangelio pueden someterlos, bien sea para ocupar las tierras de éstos, bien para someterlos haciéndoles la guerra… Por lo tanto han pecado gravemente quienes pretendieron difundir la fe cristiana por la fuerza. Así no han conquistado ningún dominio de manera legítima y están obligados a restituir como usurpadores injustos” (!!!). Este contundente razonamiento fue desatendido. No por incapacidad o ‘mentalidad’ de la época, como suele decirse, sino porque no les convenía ni conviene. A lo sumo piden ‘perdón’, pero sólo de palabras, que se las lleva el viento o se archivan, como hizo el Papa en 1992 en Santo Domingo, mientras se quedan con todas las riquezas y genocidios perpetrados en el continente.

Es obvio que ante semejante ceguera de la poderosa Europa no fue ni es fácil encontrar una justa autonomía y crecimiento ya que la telaraña tendida no es meramente política sino, sobre todo, cultural y filosófica. Por tal motivo, el primer paso o, más bien, el paso subyacente a posibles soluciones de fondo, no es un ‘decretazo’ cultural o un ‘golpe’ económico magistral que neutralice los efectos de la presión occidental, sino que, en tanto nativos, nos corresponde a todos conocer y asumir la historia y el acervo cultural milenarios emergentes de esta tierra. Desde allí la humanidad continental debería generar sus objetivos y salida, esto es, afirmar la identidad a partir de la historia propia y defender apasionadamente el terruño con los riesgos que esto implica.

Ahora bien, afirmar la identidad y la auténtica perspectiva histórica que la respalda y nutre supone, ante todo, conocer el contenido cultural del proceso y asumir la responsabilidad de corregir en la práctica diaria la curvatura del eje de esa historia. Este compromiso del investigador, docente, estudiante y de toda la sociedad, no es sencillo porque requiere sacudir parámetros de juicios muy incorporados; implica sentir que la vida y la historia están respaldadas por un proceso original, fecundo y milenario ‘propio de aquí’ y no del hemisferio norte. A la vez, entender que el compromiso con lo propio no significa no prestar atención o desvalorizar la historia de los demás continentes. Todo lo contrario, desde la afirmación de lo propio (válido para la identidad personal) es más fecunda la mirada del ‘otro’ o de ‘lo otro’.

A partir de esta conciencia y autovaloración de lo propio, es posible buscar y encontrar caminos de autodeterminación, equidad interna y superación del nuevo  imperialismo foráneo transitando desde los valores emergentes de nuestra milenaria historia y filosofía. Paralelamente al compromiso personal e institucional (cuando esto sea posible) no se debe  perder de vista que el invasor, desde el sofisma de marras y su poder indiscutible, estableció en América una relación de fuerzas y una mentalidad obsecuente que se mantiene casi intacta ―sobre todo en el sistema educativo, incluida la universidad―  y que de algún modo se debe quebrar o revertir si se pretende lograr auténtica autonomía. Sabiendo que para ellos ‘defendernos’ significa declararles la guerra en inferioridad de condiciones.   En este sentido es útil recordar lo que escribía las Casas desde el Caribe, por supuesto sin obtener ningún resultado ante la férrea obsesión de poder, dominio y usufructo:”Todas las guerras que llamaron conquista fueron y son injustísimas y propias de tiranos (…) Todos los reinos y señoríos de Indias son usurpados (…) Las gentes naturales (es decir los habitantes) de todas las partes donde hemos entrado tienen derecho adquirido de hacernos la guerra justísima y barrernos de la faz de la tierra y este derecho durará hasta el fin de los tiempos”(En: Brevísima Relación de la destrucción de las Indias, Editorial Fontamara, México, 1987).

O sea que en la visión de este sacerdote, testigo durante seis décadas de la masacre y expoliación, ese derecho  tiene vigencia.

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[1] ‘Mal llamada’ puesto que el nombre ‘América’ además de ser reciente, respecto de la historia humana continental, y de  revelar voluntad de apropiación ilegítima por parte de Europa que no reconoció ni reconoce en los hechos la autonomía del continente con una humanidad de 40.000 años de historia y realizaciones extraordinarias como fueron, por ejemplo, sus idiomas, ciencia, tecnología, arte, etc., en sí mismo ese nombre nada significa si no mantener el recuerdo de un invasor inescrupuloso y la sensación de que les pertenece

[2] Carta de Cristóbal Colón, escrita durante su regreso del primer viaje, a Luis de Santángel  para ser entregada a los reyes, fechada el 15 de febrero de 1493.

[3] Bula Inter caetera rerum,, del Papa Alejandro VI de mayo de 1493. Cfr. Colecciones impresas de Encíclicas y Bulas del papado católico. Y en Internet.

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La mitología ancestral de nuestra tierra y los Chané por dentro

Hace exactamente 25 años, recibí una extensa carta de los chané-chiriguano Laura Centeno y Alejandro Chaile. Varios meses antes me la habían anunciado durante nuestro habitual encuentro en Tuyunti, su pequeña aldea asentada en los contrafuertes de los Andes salteños. Una carta que luego, por circunstancias muy particulares, sería leída por uno de sus autores en el Centro Cultural Gral. San Martín de Buenos Aires ante un millar de educadores de todo el mundo. El comienzo de la carta que leyó Alejandro dice así:

“Les escribimos esta carta porque quizá ustedes no sepan que somos aborígenes chané. Ahora somos pocos, unos 1300 en Argentina, creo que hay más en Bolivia. Pero antes nuestros antiguos eran muchos. Vivían en los mismos lugares donde estamos ahora, pero eran muchos y ellos ya vivían en esta tierras. Nuestros abuelos y los sabios nos cuentan que tenían pueblos grandes, con muchas casas, jefes y costumbres lindas, aunque a veces se peleaban con otros grupos, por ejemplo con nuestros vecinos kollas y wichí. Nosotros queremos decirle a los maestros y doctores que nuestros antiguos estaban bien organizados, cazaban, pescaban, cultivaban la tierra, hacían grandes fiestas y nadie los molestaba. Ahora los lugares donde vivimos los chané, se llaman Orán, Tartagal, Tuyunti, Piquirenda, Campo Durán… todos de la provincia de Salta y Jujuy. Con esta carta nosotros les queremos decir  que ahora los chané somos pocos, no tenemos tierra propia donde vivir, nos corren de un lado para otro y nos falta trabajo fijo, siempre nos contratan para trabajos pesados y dura poco pero igual nuestro pueblo sigue unido. Vivimos juntos, tenemos nuestras costumbres, nuestro idioma guaraní y fiestas que nos gustan mucho, queremos seguir con todo eso, creo que ustedes también quieren seguir con sus costumbres  y a nosotros nos parece que eso está bien”.

Este párrafo que apenas fue la introducción de su carta, conmovió a los participantes y a los Medios de comunicación. Observando a los congresales detenidamente pude percibir que, con cierto estupor por lo inesperado y con un gran signo de interrogación, muchos de ellos se estaban preguntando ¿quiénes son los chané,  en qué lugar viven?

Una incógnita que yo mismo había experimentado  antes de conocerlos un año antes.

El día que visité por primera vez a los chané-chiriguano del noreste salteño, situados en la franja que divide al Gran Chaco de las primeras estribaciones de los Andes, fue por curiosidad. Quizá también por un escondido interés de revancha “intelectual” incubado durante muchos años en mi etapa de aprendizaje de la historia en la que jamás me los mencionaron. Aunque tardíamente ¿quién puede resistirse a conocer a una comunidad aborigen que después de cinco siglos de vejaciones y menosprecio lucha todavía por defender su terruño multisecular en el que siguen arraigados todavía, sus matrices culturales milenarias y su participación en la historia?

La existencia de esta casi ignorada comunidad me había llegado a través de variados y confusos rumores que, finalmente, me condujeron hasta ellos, hasta su cerámica y esculturas, su cestería y máscaras animistas y, sobre todo, a su visión del cosmos y de la vida cotidiana.

Muy lejos del bullicio de grandes ciudades del Plata, del Uruguay y el Paraná, voraces puertos de las artes y la tecnología, las diversiones y los deportes … en una oculta y mansa aldea, por allí, por donde nuestro territorio norte empieza a confundirse sutilmente con la cultura y el paisaje de quechuas y aymaras argentino-bolivianos…, a la sombra de verdes y calientes cerros palpitaba un mundo ignorado, complejo y fascinante. Un mundo apenas susurrado por quienes sólo buscan ser noticia o tener la última palabra en códigos urbanos y disfrutar del privilegio de aparecer en la primera plana de periódicos y efímeras pantallas.

A dos mil kilómetros de la meca rioplatense, sacudida sin tregua por el poder, el derroche, las agudas polémicas de encumbrados políticos y, en fin, por el vértigo incesante de modas internacionales…, lejos de todo aquello, inicié la búsqueda de algún sendero que me acercara a los Chané de Tuyunti; al puñado de arawakos que hace  más de un milenio, por causas que aún se investigan, iniciaron desde el Caribe un lento desplazamiento hacia el sur del continente. En cientos de años de dispersión por cejas de selvas y montañas o surcando caudalosos ríos, fueron mezclándose generosamente con los tupí-guaraní, witotos,  shipibo-conibo y muchas otras naciones del Amazonas. También con los quechuas, aymaras, kollas y guaraníes de sierras y selvas peruano-bolivianas y argentinas. Finalmente recalaron en los deliciosos cerros de la pre cordillera salteña, donde  abundaban todavía los yuchanes, mangos, aguacates, algarrobos, binales, espinillos y lapachos a cuyo amparo se desplazaban jaguares, guasunchos, osos mieleros, lampalaguas, jabalís y aves deslumbrantes.

– “Siga derechito hasta las vías, allí tírese a su izquierda. Cuando llegue a la estación voltee a la derecha. Tendrá que caminar unos kilómetros pero no tiene como errar. Cuando se tope con una arcada rústica y un cartel medio tumbao, allí es la misión”, me explicó amablemente un paisano de Aguaray, en ese entonces una ciudad petrolera y de actividad horticultora.

El esplendor del feraz entorno disimuló el ascenso y tras recorrer cuatro kilómetros de camino vecinal, un simple arco de troncos me anunció que trasponía la “Misión Tuyunti”, que así rezaba la leyenda. Me pregunté por qué un pueblo de aborígenes se llamaría de ese modo. Lo constaté de inmediato.

Misión Tuyunti, porque las cien hectáreas donde viven los chané pertenecen a los franciscanos con título de propiedad. Paradójicamente, se las prestan a sus dueños que hace cientos de años allí viven en íntima relación con la naturaleza y con sus vecinos chiriguano del tronco guaraní. Estos últimos, en otros tiempos fueron sus empedernidos rivales pero desde hace tres siglos ambas naciones comenzaron a crear un mismo modo de ser y comparten el difícil combate por mantener su libertad y sus costumbres.

Misión Tuyunti porque en el centro de la pulcra aldea se yergue desafiante un desproporcionado templo que contrasta violentamente con sus cálidas y modestas viviendas construidas con postes de quebracho y algarrobo, tijeras de lapacho, paja brava y adobe a la sombra de majestuosas arboledas que desparraman frescuras cargadas de placer y de recuerdos imborrables.

Misión Tuyunti porque el intruso viejo mundo, parapetado en rimbombantes pretextos, menospreció y menosprecia a la magnífica y poética cosmovisión chané-chiriguano de raigambre arawak-tupí, imponiendo la suya occidental a cualquier costo.

Sin embargo, la Misión Tuyunti, más allá de las apariencias, en su corazón, en su manera de ver lo que les pasa y de interpretar el devenir del cosmos que los rodea, sigue siendo chané.

Mucho después de conocerlos, acicateado por la solidez de sus tradiciones, idioma y mitos envié una breve misiva a Laura Centeno, mujer cabal y hechicera de la arcilla que ejerció durante algunos años el cacicazgo de su pueblo. Quería entender el mundo de sus creencias y simplemente le pregunté cómo, según ellos, había aparecido el hombre y el pueblo chané sobre la tierra. Lo que, en palabras difíciles, nosotros llamamos antropogénesis.

En pocos párrafos, sin argumentos rebuscados, con la transparencia de un niño y con un simple relato hilvanado en un castellano tan simpático como imperfecto, Laura Centeno me abrió su dimensión mítica fruto del largo camino transitado por su pueblo.

“Perdóneme, Juan, si no me expreso bien en castellano –comenzaba su carta–. Usted sabe que mi idioma es el guaraní. Puedo decirle que nosotros creemos que hace mucho  tiempo llovió meses, meses, y piensan los chané ancianos que va a inundar la tierra y después preparados dos niñitos, nena y nene, y un iru de barro (cántaro) muy grande hecho por ancianas, de alto como una persona y bien ancho, los ponen en ese cántaro para salvar vidas, con alimentos, harina de maíz y torta de maíz tostado, un recipiente con agua, arco y flechas y un cuero para cubrir iru de la lluvia y no mojarse los niñitos. Le han puesto semillas de poroto, sandía, melón y maíz. Después ancianos taparon boca del gran cántaro con tres pieles de anta para que no entre agua y frío y anduvieron sobre el agua que subía cada vez más.  Las demás familias se ahogan todas con la creciente que iba desde la tierra hasta el firmamento y esos niñitos encima de la creciente que duró mucho tiempo. Después sintieron que va secando el agua y con flecha destaparon boca de cántaro para tomar aire y sol.  Empezaron a buscar parte seca para bajar. Tenían dos piedritas y champita para encender fuego. Vieron parte seca junto a una gran laguna cerca de ellos. Bajaron y se les apareció su abuelita anciana, pero su cuerpo tenía forma de sapo. Se va acercando a ellos diciendo lo que ha sido su abuelita, explicándoles cómo alimentarse, cómo sembrar maíz, comerlo asado o con chala o sin chala, cómo sembrar sandía, melón, zapallo, cómo encender fuego. Después se puso a llorar y les dijo: “me canso todas las noches, pero qué va a hacer hijos” y despidiéndose de ellos anciana se ha ido, entra a laguna hasta el otro día. Mucho después les apareció diciéndoles que podían ser pareja para que va produciendo familia; después mujer se puso de meses, tenían mellizos y trillizos, de esas familias formando ya mucha gente. Pasaron años, había muchas casas y sembrados, ancianas y ancianos, grandes y niños. Todos vivían alegría del pueblo chané”.

Sin saberlo, Laura había sintetizado a la perfección un mito muy esparcido y arraigado, desde tiempo inmemorial, en todos los rincones de la espaciosa  América milenaria.

En aquel ahora lejano mediodía de mi primer visita, sin premura, devorando aromas y sonidos del entorno, penetré el feraz  y pintoresco territorio de los chané que otrora estuviera delimitado, al este sólo por el horizonte y al oeste por los cerros que se van amalgamando con el firmamento. A medida que avanzaba hacia ese mundo, para mí todavía poblado de interrogantes y casi inexistente, me sentí atravesado por miradas curiosas o indiferentes. Sutiles miradas que me gritaban en silencio “qué querrá este gringo, algo debe estar buscando, quizás campaña política, cosecha de votos, artículo periodístico o simplemente sentirse más importante que nosotros y prometernos limosnas del gobierno o de una fundación ¡vayasaber uno!”.

Mientras deambulaba sin rumbo ni objetivo claro en esos senderos grabados por el ir y venir diario de los paisanos chané, un tanto incómodo e inseguro por mi propia presencia en lugar desconocido, respondí tímidos saludos de niños, de ancianos y de mujeres que, en esa tórrida tarde, disfrutaban de sus tareas en sombreados patios y angostos senderos.

A medida que lograba distenderme y expresarles mi asombro por sus austeras y encantadoras viviendas, por sus apacibles patios y su sorprendente cerámica de engobe, fina cestería y fascinantes máscaras… poco a poco me sentí bienvenido en la aldea. Tras algunas horas de estudiarnos mutuamente, el diálogo fluyó hasta que el crepúsculo fue cubriendo los últimos destellos de un ardiente sol que aún resaltaba, en lontananza, la infinita verde planicie  del chaco salteño.

Ya tarde, cuando me disponía a desandar el camino para pernoctar en la Villa Aguaray, el matrimonio Alejandro y Laura con su hijo adolescente Miguel, mis anfitriones más solícitos, se empecinaron en compartir su cena y ofrecerme un sitio donde descansar esa noche y todo el tiempo que quisiera.

Luego, en torno al fogón que arde de sol a sol en medio de la cocina, saboreamos un guiso de choclo, poroto y calabaza con trocitos de charata que Laura preparó con destreza. En ese momento de intimidad, sólo iluminada por la débil luz de un candil, fluyeron naturalmente las preguntas y explicaciones de ambas partes. “Qué andaba yo haciendo en la aldea, lejos de mi hogar; qué exquisita cena hizo usted Laura; qué le parece Tuyunti; cuántos hijos tiene; cómo se llaman los suyos y los míos; cuando piensa regresar…”

Sin darnos cuenta, la débil luz que nos envolvía iluminó facetas humanas hasta ese instante desconocidas para mí. Pude expresarles que en mi primer jornada entre los chané me habían subyugado tanto el lento acontecer  de Tuyunti como el respeto de los ancianos que transitaban distendidos sus senderos y la cristalina picardía de sus niños descalzos disfrutando el polvo caliente con sus propios juegos. También la habilidad de las mujeres para arrancar de la arcilla virgen formas seductoras y míticas. En fin, la paciencia de los hombres urdiendo con fibra de palma prácticos cestos y seduciendo distraídamente sus ínfimos terruños para extraerles frutos que en su momento admiraron los invasores y fueron alimento salvador de hambrunas europeas: las diversas clases de maíz, papa y camote; los porotos, zapallos y calabazas; el tomate, ají, mango, aguacate y sabrosas aromáticas que sazonaban y sazonan su arte culinario.

Esa noche pude expresarles que ambos, Laura y Alejandro, me habían conmovido con su cadencia y mirada transparente, con su mitología y arte milenario, con sus gestos y sólidas costumbres y con su modestia, irritante sin duda para quienes sólo buscan trascender a cualquier costo con falsas apariencias.

Durante la cena, el tenue humo del fogoncito ardiente impregnó nuestros silencios y comentarios brindándoles las luces y sombras de un atardecer que palpita el nuevo día.

Concluida aquella cena, desprovista de formalismos y rituales “civilizados”, Laura recogió platos y cubiertos mientras los niños se sumergían en sus lechos cuchicheando travesuras de la jornada. Alejandro abandonó su silla de algarrobo hecha por él mismo y dijo simplemente, “ya vengo”. Volvió trayendo en una de sus manos una máscara aña anti a medio terminar y, en la otra, un cuchillo extenuado de tanto tallar, y algunas plumas de gallina. Se sentó, apoyó sus elementos en la tierra. Sereno y ostensiblemente satisfecho reinició el tallado de su máscara, la que usaría en el arete, la Gran Fiesta del próximo febrero.

Sin mirarme, no dejó de conversar. Noté que exageraba sus gestos, el manejo del cuchillo y del punzón con que hendía los contornos de la bellísima máscara de yuchán para luego ensartar en el entorno del rostro las plumas seleccionadas. Era obvio que disfrutaba  de su destreza labrando la blanda madera. Tuve la sensación de que exageraba el proceso para que yo captara la pasión, importancia y convencimiento con que la transformaba para significar, durante el curso de la próxima gran fiesta de la fertilidad, a un joven danzante. En algún momento, mirándome a los ojos, me explicó:

– “Juan, ya soy grande, casi viejo, pero cuando en nuestra gran fiesta de febrero utilice esta máscara aña anti me transformaré en joven… ustedes no lo entienden… Tienen otro pensamiento, ven las cosas de otra manera. En cambio, para el pueblo chané, danzar con las máscaras aña aña abrazados con nuestras compañeras y el bullicio de nuestros changos que corren entre nosotros, es la vida, nos alegra el corazón. Nos recuerda viejos tiempos cuando éramos muchos y libres, libres como las aves para surcar nuestro destino y respetar el nuevo ciclo que comienza todos los años”.

Durante un instante hubo silencio. Él, acomodaba el fuego y yo, impresionado por la solidez y la poesía de sus dichos,  dibujaba cualquier garabato sobre la tibia tierra de sus amores. Tras un instante neutro, me animé a expresarle en voz alta lo que pensaba en esos momentos:

– “Alejandro, la gente que se cree blanca porque se siente de una cultura superior y lejana, en realidad sí entiende lo que usted me dice pero, créame, estamos  confundidos y nos cerramos para no ver, quizá por mera costumbre y distracción. O, tal vez, porque nos engañamos fácilmente. No somos capaces de mirar y reconocer que ustedes y nosotros somos igualmente humanos, que sentimos, queremos, sufrimos y pensamos nuestra historia desde la misma tierra que nos vio brotar. Yo sé, hay todavía ‘doctores’, gobernantes y supuestos maestros de la vida que desde su ignorancia tienen una mirada engreída, capaz de silenciar y despreciar culturas milenarias simplemente por interés o porque no son iguales a la nuestra”.

Comprendí en su mirada que no era la primera vez que escuchaba este razonamiento. Luego susurró: “no bastan las palabras” y siguió tallando su máscara con una sonrisa comprensiva pero con resquicios de dolor.

Desde el amanecer del día siguiente, cuando despiertan una multitud de trinos y el sol, con matices embriagadores; cuando comienza a dibujarse la grandiosa y sugestiva montaña, experimenté placer y añoranza de estar palpitando tantos sentimientos y proezas grabadas a través del tiempo y escondidas para mí en esos cerros y colinas que custodian la inmensa historia del pueblo chané. Quizá, pensé, para comprender esa historia, y sufrir como sufrieron y sufren ellos, deberíamos ponernos en su lugar y revisar sin temor los entretelones de nuestra historia.

Ese y los siguientes días, mientras recorría Tuyunti, descubrí que el cerco de la venerable anciana Luisa Pereyra brillaba todavía por su mítica cerámica y el maizal gigante que abrazaba su vivienda. Con mis ojos devoré el diseño de enormes jambuí destinados a la chicha; disfruté de mágicas esculturas de arcilla secándose a la sombra de algún algarrobal o timbó; departí con  mujeres barriendo sus espaciosos patios y con hombres que urdían delicados urumpes, sombreros de ala ancha y tres tipos de aña-aña que darían vida y colorido a la próxima gran fiesta chané-chiriguano en la que dramatizan desde tiempo inmemorial lo vertebral de su mitología. Máscaras aña-ndechi que encarnan al espíritu de los ancianos, aña-tairusu que simbolizan a los jóvenes y las añas zoomorfas que representan a los señores de los animales. Supe luego, por boca de Alejandro, que el famoso antropólogo Enrique Palavecino les comentó que en el viejo mundo pomposamente las llaman “máscaras animistas” porque cuando se utilizan cobra vida el ser representado. Pero ellos saben desde tiempo inmemorial  que quien porta una u otra aña-aña debe conducirse con gestos y palabras que reflejen el personaje representado, aún cuando la edad o condición del que la usa no se corresponda con la máscara elegida. Un joven puede usar aña-ndechi y un anciano aña-tairusu pero entonces uno y otro, totalmente cubiertos con harapos para no ser reconocidos, deben comportarse de acuerdo a la máscara que porten.

Sería interminable seguir desgranando todas mis vivencias con la riquísima cultura chané.

Llegó entonces la hora de partir. La despedida no fue fácil para mí porque más allá de las motivaciones que me acercaron a Tuyunti y del afecto silencioso que me brindaron los chané, tenía  la sensación de haber invadido un espacio virgen que fue ultrajado sin escrúpulos por siglos de prepotencia, hipocresías, crueldades y obsesiones de invasores compulsivos, soberbios.

Mientras desandaba el sendero que una semana antes me había acercado al corazón de Tuyunti, recordé cierta frase que escribiera Colón en su primer carta a los reyes en febrero de 1493: “Esta tierra es de desear y de nunca dejar”, aclarando luego que ese sentimiento le había surgido “por la belleza del lugar y de su gente”. Después… intereses miserables lo llevaron a él y demás aventureros, a cerrar los ojos y destruir todo lo que encontraron a su paso.

Entonces me pregunto: ¿Cómo, en la práctica, no reincidir en las mismas actitudes de Colón y sus huestes si en realidad emprendo el regreso enriquecido por la hermosura del lugar y la grandeza de los chané sabiendo que siguen despojados por la civilización del más fuerte, que ven angostarse día a día las posibilidades de vivir en libertad su cultura en su propia tierra que ahora es ajena, aparentemente por voluntad del dios y naciones cristianas? Por supuesto, no encontré una respuesta satisfactoria en ese instante melancólico. No la encontré entonces y es difícil encontrarla ahora porque es bien conocida la postura despreciativa, paternalista o prescindente de gobiernos, leyes, instituciones, grupos urbanos satisfechos de “modernidad”, y tal vez nosotros mismos que buscamos, sin darnos cuenta, tranquilizar nuestras conciencias con dádivas lastimosas e insignificantes y un proteccionismo castrador.

Así surgió mi franca amistad con los chané y el tiempo la acrecentó. Había recorrido 2.000 kilómetros simplemente para estar con ellos. Descorrer para mí mismo el velo de su presencia milenaria en esta tierra y acercarles la solidaridad de quienes les reconocen el derecho de vivir como les plazca.

A los pocos meses volví a Tuyunti. Elaboramos proyectos accesibles para enfrentar un mundo que todavía les resulta hostil o indiferente, sobre todo cuando expresan reclamos que la sociedad transforma rápidamente en utopías o veleidades de “inútiles salvajes”,  refractarios al “regalo” de la civilización, o de minorías que “no justifican inversiones del erario público!”.

En ese segundo viaje al mundo chané llevaba en mis manos el afecto, las ganas del reencuentro y una invitación para Laura y Alejandro a participar de un Congreso Internacional de Educación. Quisieron pensarlo un par de días. Finalmente aceptaron con una condición, ellos me enviarían una carta  para que se las entregara a los organizadores. En caso de ser aceptada el mismo Alejandro la leería ante la asamblea. Así se hizo en julio de 1985.

Robusto, alto, con abundante cabello renegrido y lacio, Alejandro no vaciló en su lentísima lectura. Se lo veía aplomado y casi distendido aunque su castellano era deficiente. La mayoría de los congresistas jamás había visto y oído hablar en público a un “indio salvaje” según la calificación de los invasores.

El silencio y la atención eran electrizantes. Pocas veces lo había experimentado en una asamblea tan heterogénea y multitudinaria.

“Amigos, los chané de Tuyunti ahora vivimos en una tierra que los franciscanos dicen que es de ellos. Nos muestran título que se lo dio el gobierno. Debe ser cierto.  Más o menos son 100 hectáreas. Pero cuando ellos se adueñaron de esas tierras, nosotros éramos muchos y vivíamos en ese lugar desde hacía mucho tiempo. Ahora en Tuyunti somos pocos, apenas 500 chané. A cada familia nos prestan un pequeño cerco  para cultivar, menos de una hectárea, pero nos faltan herramientas. No tenemos camionetas, no estamos bien organizados para vender, lo que producimos es poco y como los blancos de Tartagal, Salta y Buenos Aires tienen mucha tierra, peones, camiones y herramientas siempre nos ganan de mano. Ustedes pueden ir a visitarnos y ver que vendemos en los caminos, pero poco. Al final tenemos que ir a trabajar de peones en las quintas grandes, de 1000 y 2000 hectáreas de gente que vive lejos. Cuando salimos a trabajar estamos obligados a abandonar nuestra familia por mucho tiempo. En Tuyunti tenemos ¿qué podemos hacer 500 chané en 100 hectáreas?(…) Nuestras mujeres son muy trabajadoras, se encargan de la casa, del patio, de los niños y nos ayudan a cosechar el cerco. A ellas les gusta trabajar en casa, como era antes, pero tienen que salir porque no alcanza. Van y hacen changas en Aguaray y Tartagal: lavan ropa de los blancos, limpian las casas y los negocios. A nosotros nunca nos dan trabajo fijo porque dicen que no somos educados. Entonces ellas prefieren quedarse en casa y hacer ollas, tinajas y jarras con la arcilla que los traemos del cerro (…) Los hombres cuando podemos trabajamos el cerco y también sabemos hacer bateas, sombreros, cedazos y máscaras de madera de yuchán. Siempre hicimos máscaras para la fiesta que llamamos arete. Antes duraba un mes entero y los hombres hacíamos nuestras máscaras y las usábamos todo el tiempo para danzar. Nos reuníamos en todas las casas, una por una, en cada casa convidábamos con mucha chicha porque todos estábamos contentos. El arete ya no es como antes porque no tenemos ganas de festejar. Sufrimos, no tenemos tierra ni trabajo seguro. No podemos festejar. Pero nosotros seguimos haciendo máscaras, porque algo las usamos y también vendemos. A los porteños les gusta mucho (…) Es difícil hacerlas. Primero hay que ir al cerro buscar yuchán, cortar grandes troncos. Preparar con el machete los pedazos que sirven para la máscara. Traerlos a la casa. El yuchán cuando es verde, recién cortado, es muy pesado. En casa trabajamos con el machete y el cuchillo y cuando se seca las pintamos con carbón, arcilla, cal, frotando hojas. Ahora somos pocos los que hacemos máscaras. Antes era muy distinto. Casi todos los hombres hacían su máscara para usar en el arete. Al final las rompíamos y las tirábamos al agua. Pero cuando termina la fiesta, el aña que estaba en la máscara tiene que volver al agua de donde salió. Por eso las rompíamos. Pero una vez el señor antropólogo Enrique Palavecino, cuando vivía, nos dijo que no la rompiéramos porque eran muy lindas y podíamos venderlas. Por eso ahora las vendemos. Hay muchos que las buscan. Algunos pagan bien, otros no, y así estamos (…) Lo que más nos gusta es cultivar la tierra y estar juntos. Por eso queremos tierras para todos. Queremos organizarnos, que nos respeten. Dicen que van a entregar tierras. Esperamos que no sean puras promesas como siempre”.

El aplauso de la multitudinaria asamblea esta vez no emergió altisonante y expansivo como devolución a un espectáculo o disertación brillante. Me pareció que las palmas se resistían a vulnerar la estela de silencio que Alejandro de Tuyunti y la cultura chané sembró sobre nuestras conciencias. Inclusive me consta que hubo lágrimas de reconocimiento  a los chané y a tantos pueblos nativos que a través del tiempo enhebraron nuestra historia milenaria. Una historia que muchos se  resisten a reconocer como propia, quizás porque el brillo rutilante de un mundo advenedizo y manipulador todavía los distrae involuntariamente.

Después del Congreso, Alejandro y Laura regresaron a su aldea henchidos de impactantes pero efímeras luces y también con amigos entrañables. Cuando los visité meses después ya nos sentíamos viejos conocidos, porque el encuentro, esta vez sí, había sido un legítimo encuentro de personas y de culturas distintas. La igualdad y el diálogo parejo nos animó a luchar. Cada uno en su lugar,  el uno por el otro, por la misma tierra y los mismos derechos, en busca de un amanecer que despunta con luces y sombras, con diferencias que hacen posible la diversidad y el respeto  mutuo de quienes nacemos y vivimos en la misma tierra, hoy Argentina.

En el correr del tiempo, y a pesar de la distancia espacial que nos separa, nunca se interrumpió nuestro diálogo. Por eso sé que Laura Centeno, con su sabia y apacible presencia entre los suyos, continúa  animando milenarias tradiciones de Tuyunti; Alejandro Chaile, con el arte y las semillas que brotan de sus manos, estimula a los suyos a no bajar los brazos y Miguel, su hijo, colabora en Salta en el Instituto Provincial del Aborigen. De su madurez y compromiso con la propia cultura y sus derechos que crecen todavía al amparo de la misma tierra que cobijó a sus ancestros, surgen ineludibles cuestionamientos al devenir de un proceso histórico cercano que paradójicamente transformó el atropello y a la discriminación en un culto hermético auspiciado permanentemente por intereses de una civilización foránea.

Los Chané, o los miembros de cualquier otra cultura de origen pre invasión europea, constituyen un desafío franco a nuestra responsabilidad de nativos y a nuestra honestidad intelectual que, sin darnos cuenta, muchas veces se pavonea impropiamente de realidades foráneas cuyo brillo y poder disimulan nuestra auténtica identidad. Una identidad que, lo sepamos o no, está anclada en la historia milenaria de este continente.

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