Proceso histórico, filosofía de vida y presencia de las culturas originarias del  territorio argentino.

Taller de 60 horas cátedra organizado por el Museo Municipal Ivy marä ey en convenio con el Museo Yuchán y el CGE de Entre Ríos

Con puntaje para los distintos niveles del sistema educativo

El curso se realizará en el Museo Municipal Yvy mära ey de Chajarí, a partir del 31 de julio de 2010.

A cargo del Profesor Juan José Rossi.

El desarrollo del curso comprende 56 horas de exposiciones y trabajos prácticos y 4 de Evaluación.

Los días

31 de julio;
7, 14, 21, 28 de agosto;
4 y 11 de septiembre
de 17:45 a 20:45 horas

Ver contenidos, cronograma y matrícula.

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Resumen

  • Se habla y se escribe bastante sobre los derechos de los pueblos originarios o aborígenes, pero desde hace cinco siglos se los considera ‘marginales’ o, peor aún, como si fueran extranjeros en su propia tierra. En consecuencia, no se respetan sus derechos, a lo sumo se los considera ‘objeto’ de civilización y conversión desde un paternalismo y asistencialismo humillantes.
  • Ante esa realidad se impone un cambio substancial de la percepción y accionar de la sociedad y del poder político que teóricamente representa a la población de la Argentina y también cambio del enfoque del sistema educativo, en especial de la historiografía.
  • Ahora bien, un cambio profundo de la mentalidad y de los presupuestos filosóficos con los que nos relacionamos a los pueblos aborígenes –o de origen anterior a la invasión del siglo XVV–  de la Argentina y del continente implica, ante todo, reformular los contenidos de la enseñanza, sus métodos de investigación y de transferencia de esos contenidos a través de nuestras acciones educativas y actitudes concretas en la relación con el devenir de la historia milenaria continental y con el sector de la población de origen pre-invasión que, a pesar de la enorme presión de que fueron objeto durante siglos, aún vive y defiende su identidad y milenario mundo cultural. Sólo esta persistencia –que generalmente pasa desapercibida a nuestros ojos a no ser por acontecimientos puntuales reflejados en la prensa– es asombrosa y merece nuestra atención si pretendemos ser respetuosos de todos sus derechos.
  • Para lo cual es imprescindible que el sistema educativo en general y las universidades en particular superen ciertos prejuicios ingresados con la cultura invasora del siglo XV y asuman una mirada distinta de la historia y cultura continental testimoniada –más allá de un lógico mestizaje de las mismas– por los pueblos originarios.
  • Así como en el sistema educativo se concede un amplísimo espacio curricular a la historia, filosofía y mitología europea y oriental, sería necesario incorporar una o más disciplinas que contemplen el proceso y contenido de la historia y cultura remota y contemporánea de los Pueblos Originarios (de raíz pre-invasión) de América y Argentina. La implementación de un proyecto de esas características nos llevaría a un progresivo conocimiento y aprecio de nuestro auténtico patrimonio histórico-cultural y a un mayor respeto por los legítimos derechos de los pueblos originarios o emergentes en esta tierra a lo largo de los milenios.

La problemática

Se habla y se escribe bastante sobre los derechos de los pueblos originarios o aborígenes, pero desde hace cinco siglos se los considera ‘marginales’ o, peor aún, como si fueran extranjeros en su propia tierra. En consecuencia, no se respetan sus derechos. A lo sumo se los considera ‘objeto’ de civilización y conversión desde un  paternalismo y asistencialismo humillantes.

Ante esa realidad se impone un cambio substancial de la percepción y accionar de la sociedad y del poder político que teóricamente representa a toda la población argentina.

Ahora bien, un cambio profundo de la mentalidad y de los presupuestos filosóficos con los que nos relacionamos a los pueblos aborígenes de la Argentina y América implica, ante todo, reformular los contenidos de la enseñanza, sus métodos de investigación y de la transferencia de esos contenidos a través de nuestras acciones educativas y de nuestras actitudes concretas en la relación con el sector de la población de origen pre-invasión que, a pesar de la enorme presión de que fueron objeto durante cinco siglos, aún viven y defienden su identidad y milenario mundo cultural. Sólo esta persistencia –que generalmente pasa desapercibida a nuestros ojos a no ser por acontecimientos puntuales reflejados en la prensa– es asombrosa y merece nuestra atención.

Superar los prejuicios del sistema y de la sociedad

Podemos referirnos –y de hecho lo hacemos cada vez más– a los ‘derechos humanos’ de los aborígenes. ¿Pero en qué sentido y con qué óptica?  Y diría que en la Argentina está de moda.

Sin entrar en prolongadas disquisiciones puede decirse que la única manera de referirnos legítimamente a sus derechos es partiendo del presupuesto filosófico existencial básico de que ‘ellos y nosotros’ –aborígenes y no-aborígenes– somos tan hombres unos como otros y que, en consecuencia, detentamos los mismos derechos de sobrevivencia digna en todos los órdenes y de autodeterminación en el contexto de la propia cultura. Por otra parte, tratándose de los pueblos de origen preinvasión podríamos decir que aún gozan de más derechos que cualquier otro ‘nativo’ (nacido aquí) por su condición de emergentes de esta tierra mucho antes de que se produjera la cruel y devastadora invasión occidental.

Es imposible conocer el mundo nativo de origen prehispánico de nuestra Argentina si nos acercamos a él con criterios pre-formados o con parámetros filosóficos y morales pertenecientes a otra cultura, por más estructurada y poderosa que ésta sea. Difícil valorar su realidad si la analizamos con sentimientos de culpa por haberla “supuestamente” destruido nosotros, o con complejos de inferioridad frente a otras culturas de América consideradas “superiores” (Tiawanacota, Inca, Azteca o Maya) a las de nuestra Nación (Diaguita, Tehuelche, Huarpe, etc.)

Si recorriéramos con rápida mirada a la Argentina y al continente pre-hispánico, detectaríamos en sus culturas nativas diferencias remarcables tan ricas y distantes entre sí como pueden apreciarse, por ejemplo, entre indios de la India y chinos. Diferencias y logros estimulantes, sin lugar a dudas. Nos encontraríamos con  dimensiones dispares y procesos desiguales que arbitrariamente o por ignorancia se los suele adjetivar todavía como “inferiores”, “salvajes”, “semi-salvajes”, “primitivos” o, por el contrario “más civilizados” e “imperialistas” (caso inca). Esta clasificación de gabinete suele provocar en nosotros dos reacciones clásicas incorporadas a la mentalidad de los argentinos por influencia del sistema educativo. Nos avergonzamos de algunas culturas y resolvemos que “son cosa de indios” o, si las consideramos asombrosas —caso Azteca— las vituperamos o descalificamos como ‘caníbales’ o ‘imperialistas’ desde una posición de ‘cultura democrática (?) superior’.

Con frecuencia la literatura filosófica, antropológica e histórica y los docentes, aún admirando algunos de sus logros, se refieren despectivamente a incas y aztecas porque los consideran ‘imperialistas’; a los caribe y tupí guaraní ‘antropófagos’; a los charrúa, querandí y tehuelche ‘nómades’. En general con recelo hacia todos los “indios” porque ‘se hacían la guerra’ y ‘resistían la cruzada civilizatoria’ de los europeos.

La realidad es que, más allá de lo que piensan y escriben los intelectuales del viejo mundo y discípulos repetidores de nuestro continente, no existen ‘altas’ y ‘bajas’ culturas, como tampoco personas ‘superiores’ e ‘inferiores’; ni naciones ‘desarrolladas’ o ‘subdesarrolladas’ culturalmente. Son categorías fundadas en sofismas utilitarios y económicos para vivir a costa de los demás y eficaces para justificar algún tipo de dominación.

Para entender las manifestaciones culturales de nuestro continente, cualquiera sea, es necesario dejar de lado los prejuicios. No hablar ni escribir “desde fuera” al modo de los cronistas y misioneros que lo hicieron con absoluta irresponsabilidad sin compenetrarse y sin tratar de captar el fondo de lo que, muchos de ellos, ni siquiera vieron con sus propios ojos.

Una mirada distinta de la Historia y Cultura continental

Otro presupuesto a tener en cuenta en cualquier reforma educativa, en nuestra investigación personal y en su transferencia a terceros (hijos, alumnos, amigos, libros, cine, teatro, periodismo, sociedad en general) es la necesidad de conocer la realidad desde parámetros surgidos de la cosmovisión y pensamiento nativo que, sin lugar a dudas, era y es distinto de los demás continentes del planeta. Inversamente, éstas eran y son distintas a la nativa de América. En ningún caso se está habilitado a destruir o menospreciar culturas como hicieron los europeos –y quienes se creen sus descendientes– con las de América. A esta altura de los acontecimientos, reconocer y valorar la historia del continente desde los propios parámetros culturales no es sencillo porque en general se los ignora o se los supone inexistentes. Pero es posible y condición sine qua non para enderezar el eje curvado de nuestra historia americana y referirnos con fundamento al tema de los derechos humanos en la óptica que se le pretende dar en la actualidad.

Con relación a la estructura básica del pensamiento americano téngase presente, como premisa genérica, su visión global del cosmos y su simbología significante. Para el nativo, anterior a la influencia coercitiva occidental-bíblico-judeo-greco-cristiana, existen tres niveles o mundos que configuran su universo en una perfecta e indisoluble unidad: el de arriba, significado generalmente por el cóndor, águila o copa de un gran árbol; el de la superficie, por el jaguar y el hombre y el de abajo por los reptiles, especialmente la serpiente y batracios. Tres mundos involucrados. Saliendo uno de otro y abrazados iconográficamente por las alas del cóndor en un círculo perfecto que da sentido armónico a la vida. Al menos una coherencia simbólica y gráfica frente a una realidad compleja y difícil de entender, tan difícil e insondable como es la nuestra en la actualidad a pesar de indiscutibles adelantos científicos y tecnológicos.

Esta visión del universo fundamentó y fundamenta los lazos solidarios de la gente entre sí y con todos los componentes de la naturaleza, “uno” de los cuales es el hombre. Su estructura simple puede parecer ingenua, y en algún sentido lo es, pero no sin consistencia. En la práctica simplifica y cohesiona la vida del grupo, unifica los elementos que componen la realidad y neutraliza, en parte, las angustias subjetivas frente a lo desconocido, las enfermedades y la muerte. Función, esta última, que intentan, con relativo éxito, filósofos, sacerdotes, pastores, psicoanalistas y psicólogos de la sociedad antigua y contemporánea.

Puede contribuir a una mejor comprensión de este núcleo filosófico americano contraponerlo a la filosofía típicamente greco-judeo-cristiana-occidental que, tal cual llegó a nosotros no deja de ser una melange que ubica al hombre en el centro como “rey de la creación” con poder absoluto para dominarla. Gran parte de esta perspectiva se apoya y fundamenta en la praxis de la cultura invasora, hoy generalizada en América, sobre todo en varios textos de la Biblia hebrea retomada al pie de la letra por el cristianismo desde hace dos mil años e impuesta con absoluto dogmatismo (con censuras, inquisición y el recientemente desaparecido “Index”) primero en Europa y más tarde en América.

América milenaria tuvo y tiene su propio estilo de vida y filosofía  que, no por desconocida, es inexistente.

Uno de los manifiestos más conocido en el mundo occidental-cristiano y en América es, precisamente, el contenido de la carta que un jefe Seattle de aquel territorio envió al presidente Franklin Pierce (1855) quien había propuesto “comprar” las tierras al grupo nativo Suwamish del noroeste del actual EE.UU. Como toda respuesta el jefe aborigen dictó, para ser transcripta en inglés porque el presidente desconocía el idioma nativo, la memorable carta en la que argumentaba pacíficamente en contra del proyecto colonialista. Una síntesis perfecta del contenido es uno de sus párrafos que, a su vez, expresa el pensamiento contundente del nativo de América y sus actitudes cotidianas que aseguran el equilibrio del medio ambiente: “La tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra”.

El jefe Seattle reflexionó proféticamente: “Sabemos que el hombre blanco —término que no hace referencia al color de la piel sino a la filosofía y comportamiento de los invasores sean éstos ingleses, holandeses, hindúes, egipcios o tunecinos— no comprende nuestra manera de ser. Le da lo mismo un pedazo de tierra que el otro, porque es un extraño que llega en la noche a sacar lo que necesita. La tierra no es su hermano sino su enemigo. Cuando la ha conquistado, la abandona, y sigue su camino. Deja tras de sí las sepulturas de sus padres sin que le importe. Despoja de la tierra a sus hijos sin que le importe. Olvida la sepultura de sus padres y los derechos de sus hijos. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el cielo, como si fuesen cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como si fuesen cuentas de vidrio. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras de sí sólo un desierto”.

La filosofía de América —no la de América invadida y obsecuente, sino la de siempre, la profunda, la milenaria, la que “escondieron” los invasores— apunta lejos sin demasiados discursos “democráticos”: organizar lo existente, todo aquello que configura la realidad, y respetar los elementos de la naturaleza utilizándolos a partir de una estrategia basada en mitologías fascinantes que tienen como protagonistas a sus ancestros “de otros tiempos” transformados en sol, luna, estrellas, montañas, viento, nieve, árboles, ríos, animales… La América milenaria personifica a los elementos al punto de convertirlos en sus inspiradores de principios ético-morales y, por qué no, en censores de sus actos estratégicos de sobrevivencia y progreso tecnológico con el fin de salvaguardar el equilibrio de este cada vez más frágil planeta.

El hombre de la América profunda y antigua, de la sometida a pesar suyo desde hace cinco siglos, tiene su propia filosofía, sus parámetros originales para explicar y vivir la realidad. Por tal motivo aún hoy los nativos ofrecen su tributo a la Madre Tierra: cada vez que accionan sobre ella ‘piden permiso’ a los ‘dioses’ o ‘dueños’ de animales y vegetales en función de la sobrevivencia. En última instancia se trata de una sabiduría que todos deberíamos adoptar más allá o al margen del factor “religioso” institucional oriental-europeo al que cada uno pueda sentirse adscrito. No se trata de cambiar de religión o apellido sino de asumir actitudes concretas frente a la realidad y a la tierra en que hemos nacido para no sucumbir a corto o mediano plazo bajo los efectos de la energía atómica liberada, la contaminación, depredación o voracidad de empresas multinacionales y nacionales. Estas, por el hecho de concentrar el poder económico internacional o local —también el político— a veces se sienten inmortales y dueñas del planeta.

El hombre originario de toda América pre-invadida pensaba y actuaba –piensa y actúa–  sin “disquisiciones filosóficas” –lo cual no es lo mismo que carecer de filosofía–, desde la simple convicción de que todo está involucrado en una única realidad coherente, a pesar de ciertos fenómenos inexplicables o contradictorios que ellos resuelven con ricas y funcionales mitologías , hasta el respeto por la naturaleza de la que somos parte y no dueños. Fenómenos que, todavía hoy, muchos siguen siendo enigmáticos, como por ejemplo el origen de la vida y sincronización, aparentemente sin límites, del universo.

Mayas, olmecas, mixtecas, aztecas, aymaras, quechuas, incas y otros, a ese pensamiento o visión de la vida inclusive lo tenían “escrito” en sus maravillosos códices, quipus; en monumentos, pinturas rupestres, grabados, estelas líticas y esculturas que representaban fuerzas creadoras, organizadoras y sustentadoras de la realidad. Pero los escritos europeos de raíz indo-greco-latino-céltico y anglo-sajón explicarían a esas manifestaciones como simples representaciones supersticiosas de sus “dioses”. Término, este último, que cronistas y misioneros estratégicamente impusieron a los nativos para quienes toda “deidad” o “ser superior” encerraba un sentido distinto al bíblico oriental y/o mitológico de las vertientes griego-asiática.

Todo ello para explicar de algún modo y coherentemente lo que acontece en la realidad. Es obvio que la mitología, religiones –en cuanto ritualización e institucionalización de cosmovisiones y mitos de una u otra cultura– y principios resultantes de esta manera de pensar de los pueblos americanos no son ni pretenden ser “la verdad”. Constituyen parte de la estrategia de vida de esos grupos que se va enriqueciendo o modificando en el tiempo –y a veces desapareciendo– por la convergencia de distintas tradiciones y diferentes “genios” emergentes. Tradiciones sólidas, pero permeables en función de la sobrevivencia digna y de la cohesión socio-política.

Sin comparaciones

En cuanto a cómo investigar, transferir y respetar la presencia de las culturas “aborígenes“ en el proceso de humanización de los habitantes de nuestro territorio hasta el presente, resta una última precisión simple y fundamental: se debe asumir la compleja realidad de los pueblos originarios –por el momento marginal y desencajada del eje de “nuestra historia” impuesto por el invasor– sin comparaciones o, si se prefiere, más allá de las mismas.

En lo que llevamos de historia humana ‘algunas’ culturas pudieron ‘aparecer’ como inferiores y ‘otras’ como superiores a las nuestras. Mejores o más avanzadas ‘en ciertos aspectos’, pero siempre hay otros en los que realmente no lo son. Algo similar sucede entre las personas. Estas no solo deben estar satisfechas consigo mismas sino que además tienen derecho a que se las respete tal cual son, como entidad intransferible. Este presupuesto no implica que todos los hombres somos iguales. Cada uno es como puede y quiere en el medio que elige o le toca vivir. Con las culturas acontece otro tanto a no ser que determinados grupos, pueblos o instituciones, padezcan de ‘etnocentrismo agudo’. Enfermedad ésta que, en su proceso, degenera invariablemente en imperialismo y colonialismo material y ‘espiritual’ –en el sentido de ‘religioso’ –que generalmente no tiene nada de ‘espiritual’ sino que se trata de estrategia invasora.

En esta perspectiva es posible y necesario lograr un auténtico respeto por las culturas y derechos humanos de los pueblos originarios, sin eufemismos ni rebuscadas discusiones o proyectos asistencialistas que finalmente dejan todo como está.

La investigación y transferencia educativa debería estar orientadas a una aproximación respetuosa que valorice todas las dimensiones de sus culturas, es decir, no sólo el derecho a la autodeterminación en el contexto político nacional sino cada uno de los derechos que les asisten en tanto hombres como cualquiera de nosotros: hábitat propio (tierra), sobrevivencia digna, idioma, educación acorde a su cultura, etcétera.

Aproximación respetuosa o etnografía

El enunciado de este subtítulo parece obvio, es decir, el “estudio” de las etnias o pueblos de la humanidad y su inter relación en la historia. Teóricamente así lo entienden todos los antropólogos, etnógrafos e historiadores de la actualidad. Sin embargo cabe preguntarse ¿estudio de qué pueblo? ¿Qué estudio? ¿Para qué?

La Etnografía, tal cual se implementa en el mundo de las ciencias humanísticas resulta ser más un vicio que una ciencia, si entendemos por ciencia el conocimiento de la realidad,  respuestas a interrogantes del hombre y un servicio a la humanidad como tal. Desde el siglo XV –de la era cristiana europea– innumerables cronistas de los estados invasores, súbditos de la iglesia católica y protestante, aventureros, espías del territorio, exploradores, antropólogos, arqueólogos e historiadores… escribieron desde Europa miles de volúmenes sobre distintos pueblos o etnias de nuestra América, también de la Argentina y, por supuesto, de las ‘variedades’ de negros africanos y “mestizos”! Ante esa voluminosa producción ‘académica’, política, económica, diplomática y frecuentemente novelesca debemos preguntarnos: ¿Desde qué parámetros y filosofía se produjeron esas obras? ¿para qué y para quiénes? La respuesta parece simple, pero no lo es. Con relación al sujeto estudiado argüirán que lo hicieron y hacen para que ‘el estudiado’ se auto valore y, en función de los “investigadores” (los escribientes), para conocer mejor a ciertos pueblos y sentir el placer “académico” del descubrimiento de algo ‘diferente’, cuando en realidad, de hecho, es una herramienta político-económico-cultural para manejarlos a su antojo y conveniencia a partir de sus propios criterios y pautas culturales de investigación. Por supuesto, nos estamos refiriendo al estudio de pueblos del Tercer Mundo, marginales, endógenos o raros (según la jerga “académica”). Curiosamente nunca al estudio de ‘etnias’ detentadoras del poder. Estas últimas son las que estudian, los demás somos los estudiados. Tal perspectiva, sutilmente perversa, no invalida ciertos trabajos de etnógrafos y antropólogos conscientes de su función que, en este momento, inclusive se atreven a analizar el etnocentrismo de etnias europeas y norteamericanas que desde sus fabulosas universidades se aplican a estudiar, comparar, clasificar y dar a conocer diferentes culturas ‘exóticas’ –para ellos–, ‘distantes’ –con relación al predio de su universidad–, en peligro de extinción o de derrumbe por causa del sistema económico internacional que traba su propio estilo de producción y sobrevivencia y por la globalización de la cultura que impone el andamiaje de un sistema económico perverso al que los pueblos y regiones se obligadas a adherirse o perderse para siempre. ‘Científicos’ y ‘académicos’ que justifican las partidas presupuestarias de sus grandes universidades y sacian su sed de curiosidades y de control desde su torre de marfil. ‘Científicos’ que finalmente, lo sepan o no –y es lamentable que no lo sepan pretendiéndose tales– hacen el juego a núcleos etnocéntricos, imperiales y soberbios de sus propias sociedades. A veces, ‘científicos’ emergentes de los mismos pueblos elegidos para ser estudiados, pero totalmente estructurados y formados en el “primer mundo” de la ciencia, a su servicio. Se aplican al estudio de pueblos ‘marginales’, “endógenos” o “exóticos”, con parámetros resultantes del proceso de una cultura que nada tiene que ver con el proceso y parámetros de los pueblos ‘estudiados’. Pero como se trata de científicos y académicos del primer mundo, todo vale.

Hubo, en este sentido, una gran producción etnográfica, a veces brillante. Sin embargo, el tobogán de las culturas y pueblos nativos del “Tercer Mundo” y sus derechos siguen en picada, más allá de las intenciones nobles de uno u otro etnógrafo e historiador. Si de etnias “aborígenes” se trata –curiosamente son sindicados por estos genios del primer mundo y sus obsecuentes admiradores del tercero como “aborígenes” o “indígenas”, no como habitantes con su propia cultura, a veces milenaria, que no es ‘rara’, sino ‘la suya’ propia— en cualquier continente, su estudio hasta ahora se utiliza para dominarlas, explotarlas, cercarlas mejor o, a lo sumo, almacenar datos con fines ‘científicos’ en bien de la humanidad futura, como sucede en la actualidad con la extracción de muestras de sangre a grupos genéticamente endógenos en Colombia, Panamá, en el Gran Chaco, Neuquen, etc. Proyecto este último anglo-norteamericano cuyos resultados, tal como acontece con toda la tecnología y ciencia ‘de punta’, alcanzará a unos pocos, a los que dominan el mundo, a los que tienen sobreabundancia mientras gran parte de la humanidad padece hambre y violencia, humillación y guerras bacteriológicas o nucleares.

Para referirnos a ‘derechos humanos’ de los pueblos y personas denominadas en la literatura actual como “aborígenes”, sin duda es importante ‘conocerlos’, pero mucho más lo es ‘respetarlos’ como son y quieren seguir siendo, poniéndose el resto, los que no se consideran tales y el sistema en sí, en pie de igualdad con ellos. El estudio de la esencia y características de los  pueblos nativos de origen pre-Invasión occidental tendría sentido si se orientara a estimular el respeto de las diferencias, a resolver problemas concretos y reforzar la identidad de la gente para contrarrestar el embate de quienes se consideran superiores. En tal sentido, inclusive obras puramente enciclopédicas o teóricas realizadas por curiosidad o para obtener una licenciatura o doctorado, pueden ser correctamente utilizadas por quienes están motivados, sean docentes, periodistas o políticos, con la perspectiva de recuperar toda la Historia y Cultura de nuestro territorio e incorporarlas activamente al contenido de nuestro patrimonio e identidad.

Felizmente los etnógrafos y arqueólogos –se consideren o no dentro del sector o ghetto académico– están perdiendo aquel halo misterioso que los rodeaba por el hecho de investigar culturas antiguas como la egipcia, babilónica, tiawanakota, maya o inca. Ahora se los conoce sin el uniforme de explorador cinematográfico con multitud de escoltas nativos cargando sus bultos y advirtiéndoles sobre maldiciones contra profanadores. Se los considera cada vez más como investigadores de la PRESENCIA HUMANA en todo el planeta. PRESENCIA TAN HUMANA en África, Asia, Oceanía y Europa como en el más recóndito rincón de América.

Desenterrar científicamente el pasado y presente del hombre es, sin duda, tarea del arqueólogo, etnógrafo, historiador y filósofo con ayuda de ciencias auxiliares. Tarea del educador, escritor, comunicadores y habitantes en general es incorporar sus resultados a la conciencia colectiva y al patrimonio cultural del presente para hacer realidad el tan ansiado respeto de los derechos  humanos, en este caso de los pueblos nativos que, en su momento, fueron invadidos y masacrados.

Por tales razones, sintéticamente enunciadas, sería pertinente, como mínimo, implementar una disciplina específica en el sistema educativo como tal (Universidades, institutos de formación, escuelas y colegios) para encarar un estudio profundo –histórico y etnográfico– del proceso cultural americano y argentino de los últimos milenios, en sí mismo y en la relación que surge con la cultura invasora desde el siglo XV occidental. El título  de dicha disciplina podría ser “Historia, perfil y contenido de la cultura nativa de América y de Argentina”, entendiendo por “cultura nativa” toda aquella emergente en esta tierra y creada por el hombre nacido en ella en cualquier época y espacio.

Juan José Rossi
Prof. “Americana 1” – UADER
Sede Concepción del Uruguay

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el fraude del catolicismo

Este jueves 17 de junio, a las 19:30 horas, tendrá lugar en el Hall de la Escuela Normal “Mariano Moreno”, Sede Concepción del Uruguay de la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales.

La presentación del libro estará a cargo del Lic. Daniel Alberto Carbone.

Organizan esta actividad el Área de Extensión de la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales de la UADER y el Centro de Estudiantes de la Facultad.

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